Me encaramaba al aparador, al segundo estante donde estaban las galletas. Baja de ahí, te vas a caer, me decías desde la cama. Yo sabía que no podías abandonarla. Te recuerdo encamada, quiero ver tu rostro en la niebla de la memoria, pero es difuso, apenas el dibujo de ese gesto de contrariedad porque no te obedezco. Te asocio a otra imagen de mujer encorvada, de negro, pero no creo que te pertenezca. Tantas mujeres así en los recuerdos. Francisca, tú fuiste la primera, apenas un nombre, una voz airada ante el niño revoltoso, una sombra agitada en aquel cuarto.
Café, ¿hay café?, parece que pedía yo, alzado de puntillas, a través de la ventana enrejada, desde la calle. Pero es un recuerdo transferido, estoy seguro. Es lo que me decías, ya de mayor, cuando iba al pueblo a visitarte, lo que yo pedía cuando, después de comer en casa de mis padres, iba a la tuya. ¿Hay jafé?, decías que yo decía, un recuerdo tuyo asociado al que yo tengo de ti, ese más veraz. Gaudencia, la de la pícara risa, incitabas a todo el mundo a sonreír, a bailar, a contar chistes e historias. Siempre tenías una a mano. Y todos reíamos tus gracias.
Los dos caminábamos en silencio hasta el montecillo de San Juan donde estaban las bodegas. Abrías con la enorme y negra llave de hierro, bajabas a llenar un jarrillo de vino y cortabas un pedazo del queso que guardabas en una alacena junto a la puerta. ¿Quieres un trozo?, me preguntabas. No me preguntabas si quería vino; eras de pocas palabras, las justas. Llenabas el porrón y dabas un trago después de cada rebanada de queso. Luego, desandábamos el camino, ya con el jarro lleno para la comida. Antonio, el hombre callado; sólo tenías dos formas de ser, ocupadas las manos en algún trabajo o sentado en una silla de la cocina, mudo, escuchando y alguna que otra ve sonriendo.
Te quejabas de haber trabajado mucho porque siempre asociabas el duro trabajo a cavar cepas, pero yo nunca te vi trabajar. Pasabas las mañanas junto a la tapia del Piconero, en la solana, junto a dos viejos más. Iba a buscarte para comer, cuando me mandaban; aún me quedaba un rato oyendo el runrún de vuestra conversación, sin enterarme de lo que decíais. Y volvíamos a paso lento, tú con tu inseparable cachaba. Lorenzo, el refunfuñón, vago creo que era tu fama y al que le gustaba empinar el codo, como también decían de ti.
Figuras en el paisaje, sin trama a la que asociarlas, sin una historia fuerte, dramática que contar. Pero qué puedo saber, os conocí cuando mirabais a poniente, buscando los últimos rayos de sol. Ya solo puedo lamentarme de no haberme interesado por vuestra larga vida; cuántas historias perdidas.
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