domingo, 26 de diciembre de 2021

È stata la mano di Dio, de Paolo Sorrentino

 


En Fue la mano de Dios hay una escena que se repite, un hombre colgado de los pies cuelga del centro de una cúpula en una galería comercial napolitana. Es una imagen que no tiene continuidad más allá de la propia imaginación, la imaginación cinematográfica de Paolo Sorrentino. En la película está asociada al rodaje de una película. En los días que el autor recuerda, que son los de su infancia en Nápoles, aparece Fellini rodando y habla de cine con un director que podría ser el mismo Fellini: lo ve rodar y concibe la escena del hombre colgando de los pies. Todo muy felliniano. Sorrentino admite, pues, que su principal fuente de inspiración es Fellini. El mejor Sorrentino es el que se deja llevar por su imaginación, el constructor de escenografías, el de las potentes imágenes entre surrealistas e hiperbólicas que a veces vienen a cuento y a veces no, no importa que se inscriban en la trama sino su impacto visual. Así sucedía en The Young Pope y en La gran bellezza, su mejor película hasta el momento.


En È stata la mano di Dio Sorrentino imagina Nápoles, la gran familia, la educación sentimental. Es una recreación, que es lo que hacemos cuando utilizamos la memoria para reconstruir un suceso, una época del pasado, aquí de sus años juveniles en la ciudad italiana, con un punto de anclaje que es la llegada de Maradona al Nápoles. Buena parte de la película consiste en el vuelo de la imaginación en torno a esas tres motivaciones. Imágenes aéreas desde el mar de la ciudad o del mar desde la ciudad, panorámicas alargadas y profundas sobre los lugares en los que convive la extensa familia, interiores lujosos, de fantasía, para presentar al objeto de su deseo, al modo en que Fellini vistió Roma para que la viese el mundo, una tradición que hay que remontar a los pintores venecianos, especialmente Tintoretto. Las imágenes son deslumbrantes, me quedo embobado contemplándolas, disfruto como lo hice con Fellini y con Tintoretto, sin analizarlas, sin preguntarme por su significado en el relato, dejándome llevar por las sensaciones, que de eso trata el arte. Hay otro toque felliniano en Sorrentino, el gusto por las figuras exóticas, rostros y cuerpos poco cinematográficos, si los comparamos con el canon hollywoodiense: se le agradece que incluso abuse de esa exhibición de cuerpos mórbidos, de caras y expresiones irregulares y que haga humor con ellos, aunque son los personajes de la película los que se ríen los unos de los defectos de los otros. Salvo en el escultórico cuerpo de Patrizia, el objeto de deseo del protagonista, no hay belleza canónica en el resto de los personajes de la película, más bien al contrario. Pero no se muestra fealdad alguna sino la particularidad, la digna presencia de cada uno de ellos.


Lo que no trabaja o aquello para lo que no está dotado Sorrentino es para la trama, la construcción de historias. En ese punto está bien acompañado en la historia del cine: el propio Fellini, nuestro Almodóvar. La película flojea cuando la imaginación del pasado cede paso a la indagación de las motivaciones psicológicas del autor, que suponemos encarnado en el protagonista: desde muy joven está en él la pasión por el cine, el querer ser cineasta, el apego a sus padres prematuramente fallecidos, también su ambigüedad sexual. Todo eso está bien apuntado, el problema es que no está descrito como trama, como narración, y la última parte de la película centrada en ello, se hace demasiado larga.


Hay una película española, también del 2021 y también en Netflix, Las leyes de la frontera, que tiene ciertas semejanzas: una ciudad, una familia, una educación sentimental, una concepción cinematográfica de la vida. Pero qué distintas ambas. Sorrentino tiene detrás la gran pintura italiana, Daniel Monzón la picaresca española. Uno ve el mundo a lo grande, el otro a lo chiquito. Las dos tradiciones son potentes, pero uno no deja de envidiar la imaginación italiana.



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