La vida sobre la Tierra en un momento cualquiera es un escalonamiento de edades, cada una con sus afanes y deseos, impulsos y apremios, tan diferentes, tan contradictorios como los que les separan de la muerte. Un niño, un anciano. El niño ve al vecino anciano como en un estado permanente, una forma de ser estable como la que diferencia a un gato de un árbol. Como si en ese estado hubiese de permanecer siempre. No lo sabe todavía pero habrá un día en el que él será ese vecino viejo observado por un niño unas casas más allá. Probablemente no se dará cuenta de que es observado por un niño y si lo percibe para él no tendrá mayor importancia que la de ese gato que ahora mismo cruza a pocos pasos el patio de una a otra punta. La diferencia de la edad estriba en que el niño cree que el mundo permanece mientras que el anciano comprueba que se está acabando, que la energía se le agota como una batería que parpadea. Aunque también es probable que, ese niño viejo ya no esté en ese patio, pasados los años, sino en un apartamento de una populosa ciudad, sin que nadie le pueda ver mientras, con la poca energía que le queda, deja caer unos cuantos copos desde la bolsa al cuenco del gato. En Cuarteto de otoño, la autora muestra el corto recorrido de cuatro vidas a las que la batería se les está acabando. Norman, Edwin, Marcia y Letty son cuatro compañeros oficinistas a punto de jubilarse, en la época en que se estaba generalizando el invento de la televisión y la gente acudía al vestíbulo cuando sonaba el teléfono. Bien es verdad que, unas calles más allá, en otro barrio, los jóvenes estaban experimentando otra forma de ver las cosas, el rocanrol y la minifalda. La novela fue publicada en 1977.
No muere del todo en nosotros la compasión, sabemos en qué momento deberíamos visitar a un amigo, cómo deberíamos poner el oído para atender a lo que quiera decirnos, no tanto qué decirle, también cuánto necesitamos hablar con alguien, que nos atiendan cuando estamos deprimidos, quién no lo está alguna vez. Barbara Pym deja en esta novela que esos sentimientos recorran a sus personajes, más bien su ausencia: la compasión aparece cuando ya no hay remedio, como pérdida, y, al final, como castigo por nuestra inacción, se convierte en compasión por nosotros mismos por no haber estado a la altura. Aplastados por las rutinas: Edwin cada tarde visita una parroquia en busca de una misa vespertina y una ceremonia espléndida de aquellas que ya no se dan, Norman, el misántropo, da un paseo por el Museo Británico para ver momias, Letty visita tiendas donde comprarse alguna cosa, en Marcia apilar botellas de leche en el cobertizo o comprar latas de comida son un signo de la enfermedad que le va corroyendo, la vida de cada uno se va cosificando, perdiendo humanidad y acercándose a la muerte.
Si el tono de la novela es de una tristeza envolvente que entra por los poros, uno de los momento más triste es cuando Edwin habla con unas feligresas para que piensen en alquilar una habitación a una de sus compañeras de oficina, Letty, que se va a jubilar. Mientras Edwin repasa el año litúrgico, fiesta a fiesta, en el calendario, aumenta la sensación del inexorable paso del tiempo hacia la desaparición, la de vidas que tras la jubilación no tienen otra perspectiva que el rápido paso del tiempo hacia su consunción. Bárbara Pym lo cuenta con delicadeza e ironía que es como entran las verdades más crueles en las férreas murallas de nuestra indiferencia, poniendo los sentimientos -no sólo la compasión también otros menos nobles, como la envidia, los celos o el deseo de reparación por la venganza- y las descripciones en el fluir de la conciencia de sus personajes sin que ella intervenga en la narración. Como novela es poco convencional, no hay realmente una trama sino más bien la descripción de una atmósfera; no hay planes, objetivos en los personajes, motivaciones que los estimulen a hacer algo sino que aparecen como piezas en una trama de espacio-tiempo que les hacen ser lo que son, sin autonomía, sin un plan que les pueda sacar de sus rutinas. La suerte de Bárbara Pym como escritora mudó con el tiempo, del olvido ha pasado a un cierto rescate. Merece la pena leer alguna de sus obras.
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