Para un campesino de Villaute, un minúsculo pueblo con una hermosa iglesia desconocida (para mí), que apenas sacaba sustento de la tierra parda y pedregosa o para el pastor que se pasaba el día entero en el monte, ver emerger la armoniosa iglesia románica con sus simetrías y sus figuras exóticas en los canecillos y los capiteles nunca vistas, y ya no te digo si el domingo de su inauguración un órgano tocó melodías nunca escuchadas, debió ser un acontecimiento que le marcase la vida, algo que contar después de aquel día. La realidad que traía la iglesia nueva era extraña, superior, quizá maravillosa en casi todos los sentidos, a la vida mísera que estaba viviendo. Como no ser cristiano en aquellas condiciones. Y qué decir si aquel domingo o al siguiente a la salida de misa en la plaza de la iglesia o en el pequeño mercado aledaño se ofrecían mieles, quesos y embutidos que nunca se habían probado, y al anochecer, en el extrarradio, en un carromato una mujer les ofrecía por un pago proporcionado lo que la suya ya entrada en años no podía ofrecerles. Cada una de esas cosas era una novedad, un milagro, una tentación, una fiesta. La modernidad ha arrumbado con todo al ofrecernos cada día un poco más de todo eso hasta el punto de hacer casi imposible la sorpresa. Cuando algo nos ha proporcionado un placer inesperado y lo convertimos en hábito, ávidos de la repetición, lo industrializamos y lo consumimos hasta el hastío. La vida no parece ser otra cosa que entretenimiento consumido, porque ya nada es suficiente. La era del vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario