lunes, 3 de febrero de 2020

Más sobre 1917



Son tantas las buenas críticas, tantos los oh maravillados ante esta película que he tenido que verla una vez más. Y no puedo estar más de acuerdo, es un gran espectáculo, inmersivo, repiten, y sí, desde que comienza, con el soldado Schofield recostado contra un árbol, con un campo sembrado de flores ante sí, hasta que acaba en la misma posición, la espalda en el gran árbol que crece solo en la llanura, contemplando el paisaje florido, tras haber padecido durante dos días los horrores y el estrés de la guerra, no he podido cerrar los párpados, porque Sam Mendes se las sabe todas, es un gran prestidigitador. ¿Es eso malo?, claro que no, pero cada uno tiene sus expectativas. Sam Mendes conoce los trucos del teatro y también los del cine, sabe cómo montar un escenario, nos hace ver todo lo que veríamos si hiciésemos un tour guiado por un campo de batalla de la primera guerra mundial: las zanjas excavadas en medio del barro, los soldados sucios, jugando, leyendo, durmiendo, malolientes, ensangrentados, mutilados, gritando, llorando, recios, cobardes, desorientados, arrojados, los caballos muertos, las moscas y moscardones revoloteando en las heridas abiertas, las charcas, las alambradas retorcidas y oxidadas, las ruinas de las granjas y pueblos semiabandonados, el paisaje desierto después de la batalla, los muertos como objetos inertes, semienterrados o flotando a montones en el agua pútrida, y el fragor que te asalta de pronto, porque ya te has identificado con el protagonista, un avión en el cielo que se abate sobre ti, el soldado enemigo que no es un hombre al que puedas salvar la vida sino un enemigo que te puede matar, las balas que zumban en tu cabeza desde todas las direcciones, los civiles desamparados, una mujer, un niño, a los que no puedes salvar, y, por fin, la batalla en toda su crudeza, la artillería, los cuerpos cayendo y rebotando a tu alrededor, y la enfermería tras el combate, cuerpos agujereados, desventrados, rotos, todo como un enorme mapa desplegado en el terreno, que un par de soldados, con una misión, recorren como en una road movie en la que sucesivamente se irán encontrando con el cinema verité, aunque aquí en vez de cámara al hombro son drones los que encuadran el escenario, con el Sam Fuller de Birmania, el Hitchcock de La muerte en los talones, el Bertolucci de La luna, Alexander Sokurov de El arca o el Iñarritu de Birdman o con Walking Dead, es decir con buena parte de lo mejor del cine de género, pues Sam Mendes vampiriza todo lo que puede, no sólo domina al arte de la escenificación, de la disposición de los cuerpos y objetos en un escenario, sino también el arte del desplazamiento, de los cuerpos moviéndose y las cosas cambiando de perspectiva según el movimiento de la cámara. 1917 es una exhibición de la maestría del director y de todos cuantos han fabricado la película. Es cine, puro cine, y como tal disfrutamos del espectáculo, una representación de la guerra concebida para que el espectador se emocione y conceda, qué maravilla. La tecnología ha avanzado tanto que la experiencia de la visión es más envolvente, más realista, hace que el espectador esté tan absorbido que desaparece en lo que está viendo y suspende el juicio, anonadado por la técnica.

Ahí está el qué de mi objeción. Uno no sale de esta película siendo más antibelicista, ni teniendo una idea mejor de la experiencia de la guerra, ni de lo que es una muerte real en combate, ni de lo que le sucede al combatiente antes, durante y después de la guerra, ni cómo cambia la percepción y la organización de la sociedad entera. Vemos representación pero no vemos realidad. La tecnología es la mitad de la cosa, hace verosímil la realidad imaginada como nunca antes, pero el cine balbucea sobre la verdadera realidad. Se ha acercado en documentales, por ejemplo en Shoah. La literatura va más rápido, es más fácil trasladar la experiencia a un medio como el papel, donde solo hay uno escribiendo. No sólo hemos de llegar al convencimiento racional de que la guerra, y la violencia, ha de ser erradicada de la sociedad humana, sino asumir emocionalmente que es un desastre insoportable, que nada, ninguna idea, ninguna situación la hace admisible.

1917 no nos muestra la guerra sino el arte de la guerra, su representación. Disfrutamos de una experiencia estética, somos felices viendo la guerra, cuando la realidad de la guerra, por los testimonios, sabemos que es una experiencia atroz. Si concebimos la guerra como un arte entonces está permitido hablar de la gloria de la guerra, de los héroes, escribir libros y admirarlos sobre el arte de la guerra y tratados sobre la guerra justa. No es que debamos desechar todo eso en el pasado, al contrario, hemos de verlo como documentos de época, del estado de la mente humana en cada momento, pero ahora debemos analizar con nuestros medios, con nuestro estado actual de conciencia, tras el acúmulo de experiencias vitales en el siglo XX, la insoportable guerra, la atrocidad de los cuerpos desmembrados, el quebranto psíquico, la sumisión a otros, la obediencia ciega, el fanatismo de la idea.

Por eso, una visión estética o solo estética de la guerra o de cualquier actividad humana es un paso atrás, una falsificación de la experiencia. Es duro, es difícil dar con el lenguaje adecuado, pero ahí es donde se distingue el verdadero arte. En 1917 la carga estética es tan fuerte que anula al hombre que está viendo la película y lo deja en mero espectador. Un mundo tan limitado de experiencias como el actual, en el que casi todo lo vemos a través de la pantalla, está al albur de quién sepa manejarlo, dirigirlo, controlar las emociones.


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