Son
tantas las buenas críticas, tantos los oh maravillados ante esta
película que he tenido
que verla
una
vez más.
Y no puedo estar más de acuerdo, es un gran espectáculo, inmersivo,
repiten, y sí, desde que comienza, con el soldado Schofield
recostado contra un árbol, con
un campo sembrado de flores ante sí, hasta
que acaba en la misma posición, la
espalda en el gran árbol que crece solo en la llanura, contemplando
el
paisaje florido,
tras haber padecido durante dos días los horrores y el estrés de la
guerra, no he podido cerrar los párpados, porque Sam Mendes se las
sabe todas, es un gran prestidigitador. ¿Es eso malo?, claro
que no, pero cada uno tiene sus expectativas. Sam Mendes conoce los
trucos del teatro y también los del
cine, sabe cómo
montar un escenario, nos
hace ver
todo lo que veríamos si hiciésemos un tour guiado por un campo de
batalla de la primera guerra mundial: las zanjas excavadas en medio
del barro, los soldados sucios, jugando, leyendo, durmiendo,
malolientes, ensangrentados, mutilados, gritando, llorando, recios,
cobardes, desorientados, arrojados, los caballos muertos, las moscas
y moscardones revoloteando en
las heridas abiertas,
las charcas, las alambradas retorcidas y oxidadas, las ruinas de
las granjas y pueblos semiabandonados,
el paisaje
desierto después
de la batalla,
los muertos como objetos
inertes,
semienterrados
o flotando a
montones en
el agua pútrida,
y
el fragor que te asalta de pronto, porque
ya te has identificado con el protagonista, un
avión en
el cielo que se
abate sobre ti, el soldado enemigo que no es un hombre al que puedas
salvar la vida sino un enemigo que te puede matar, las balas que
zumban
en tu cabeza desde
todas las direcciones, los civiles desamparados, una mujer, un niño,
a los que no puedes salvar, y,
por fin, la
batalla en toda su crudeza, la artillería, los cuerpos cayendo y
rebotando a
tu alrededor, y
la
enfermería tras el combate, cuerpos agujereados, desventrados,
rotos, todo como un enorme mapa desplegado en el terreno, que un par
de soldados, con una misión, recorren
como en una road
movie
en la que sucesivamente se irán encontrando con el cinema
verité,
aunque aquí en vez de cámara al hombro son drones los
que encuadran el escenario,
con el
Sam
Fuller de
Birmania,
el Hitchcock de La
muerte en los talones,
el
Bertolucci de La
luna,
Alexander Sokurov de El
arca
o el Iñarritu de Birdman
o con Walking
Dead,
es decir con buena parte de lo mejor del cine de género, pues Sam
Mendes vampiriza todo lo que puede, no sólo domina al arte de la
escenificación, de la disposición de los cuerpos y objetos en un
escenario, sino también el arte del desplazamiento, de los cuerpos
moviéndose y las cosas cambiando de perspectiva según
el movimiento de la cámara.
1917
es una exhibición de la maestría del director y de todos cuantos
han fabricado la
película. Es cine, puro cine, y como tal disfrutamos del
espectáculo, una representación de la guerra concebida para que el
espectador se emocione y conceda, qué maravilla. La
tecnología ha avanzado tanto que la experiencia de la visión es más
envolvente, más realista, hace que el espectador esté tan absorbido
que desaparece en lo que está viendo y
suspende el
juicio, anonadado por la técnica.
Ahí
está el qué de mi objeción. Uno no sale de esta película siendo
más antibelicista, ni teniendo una idea mejor de la experiencia de
la guerra, ni de lo que es una muerte real en combate, ni de lo que
le sucede al combatiente antes, durante y después de la guerra, ni
cómo cambia la percepción y la
organización
de la sociedad entera. Vemos representación
pero no vemos realidad. La tecnología es la mitad de la cosa, hace
verosímil
la realidad imaginada
como
nunca antes, pero el cine balbucea sobre
la verdadera realidad.
Se ha acercado en documentales, por ejemplo en Shoah.
La literatura va más rápido, es más fácil trasladar la
experiencia a un medio como
el papel, donde solo hay
uno escribiendo.
No
sólo hemos de llegar al convencimiento racional de que la guerra, y
la violencia, ha de ser erradicada de la sociedad humana, sino asumir
emocionalmente que es un desastre insoportable, que nada, ninguna
idea, ninguna situación la hace admisible.
1917
no
nos
muestra
la guerra sino el arte de la guerra, su representación. Disfrutamos
de una
experiencia estética, somos
felices
viendo la guerra, cuando la
realidad de
la guerra, por
los testimonios, sabemos que es una experiencia atroz. Si concebimos
la guerra como un arte entonces está permitido
hablar de la gloria de la guerra, de los héroes, escribir libros y
admirarlos sobre el arte de la guerra y
tratados
sobre la guerra justa. No es que debamos desechar todo eso
en el pasado, al contrario, hemos de verlo como documentos de época,
del estado de la mente humana en cada momento, pero ahora debemos
analizar con nuestros medios, con nuestro estado actual de
conciencia, tras el acúmulo
de experiencias vitales en el siglo XX, la insoportable guerra, la
atrocidad de los cuerpos desmembrados, el quebranto psíquico, la
sumisión a otros, la obediencia ciega, el fanatismo de la idea.
Por
eso,
una visión estética o solo estética de la guerra o de cualquier
actividad humana es un paso atrás, una falsificación de la
experiencia. Es duro, es difícil dar con el lenguaje adecuado, pero
ahí es donde se distingue el verdadero arte. En 1917
la carga estética es tan fuerte que anula al hombre que está viendo
la película y lo deja en mero espectador. Un
mundo tan limitado de experiencias como
el actual,
en
el que casi todo lo vemos a través de la pantalla, está al
albur de quién sepa manejarlo,
dirigirlo,
controlar las emociones.
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