Durante
un tiempo fueron las religiones, únicas y verdaderas. El enviado
bajaba con los mandamientos del monte, inscritos en piedra para que
fuesen duraderos. Hubo que dar el paso, pasar de la montaña abrupta
al castillo y
sus guerreros,
al palacio y
su refinamiento
y
a la plaza del
pueblo. El
partido de Dios, el partido socialcristiano o el Partido,
simplemente. Un paso más acá obró la disgregación y apareció
la
identidad, a veces ocultando la palabra ‘partido’: Espartaco, el
partido de los negros, el partido húngaro o el checo, el partido
gay, el partido trans: "Aquí he nacido, este país es mío". “Mi cuerpo me pertenece”. “No pongas tu
mano sobre mi cuerpo”. Cada religión se declaraba propietaria de las almas, cada partido establecía las normas del
recto uso de los cuerpos, de todos los cuerpos. Cada partido
(movimiento) de la identidad declaraba que sólo él podía
comprender y
marcar el camino de obligada dirección.
¿Quién
sino los indios precolombinos pueden hablarnos de su postración y
exterminio? ¿Y de los esclavos, es que alguien podría hablar por
ellos? ¿Y los proletarios? ¿Y los colonizados? ¿Quién sino los
perros pueden entender de perros? ¿Acaso no hay que ser piedra para
entender la esencia de la piedra, su composición?
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