“El fuego es algo maravilloso. Pero el fuego que destruye es todavía más bello”.
El
autor, Éric Vuillard, se ha hecho famoso con El orden del
día, premio Goncourt: la subida de Hitler al poder con el
apoyo más o menos disimulado de los grandes empresarios alemanes. No
me gustó. Ahora editan, al socaire de la fama, una novela
anterior dedicada a la toma de la Bastilla. Vuillard gusta del género
híbrido entre lo novelesco y la historia verdadera. Ahí está el
gran acontecimiento en sus detalles decisivos que nadie ha visto.
Pero no es ninguna de las dos cosas, ni novela ni ensayo. El objetivo
que se propone es desbaratar la mala imagen de la multitud o de la turba buscando
rostros, nombres, profesiones, figuras en la masa, agitándose en
ella, heroificándolas. Eso que tan de moda está ahora: bomberos
apagando llamas, héroes, policías haciendo su trabajo, héroes, voluntarios en el bosque y en el Mediterráneo. Todos
héroes. En el 14 de julio, carreteros, toneleros, carpinteros,
orfebres, panaderos despojando la maraña de la historia, bajando del
poder a la aristocracia. Como los chalecos amarillos de ahora, dice Vuillard. Cada uno tiene media página a lo sumo para
emerger de la oscuridad y volver a ella, insuficiente para que se
despierte la emoción del lector y pueda acompañarle echando abajo
fortificaciones, murallas, abriendo las compuertas de la historia. Como
novela es aburrida, y ya es raro dada la trascendencia del hecho, y
como ensayo es endeble, nada apuntala la tesis, la
emergencia por vez primera de la gente de a pie en los grandes
acontecimientos que rompieron el dique hacia la edad contemporánea.
El autor imbuido del estusiasmo populista quiere rehacer el relato
histórico, reconstruir la historia, pero no convence ni hay
argumentos ni, a pesar del populismo, emociones. Hay niños heridos y
mujeres y putas bondadosas que no buscan clientes sino cuidar a los
caídos. Una visión seráfica, angelina o mejor, luciferina, o sea,
ángeles caídos cuya ira revolucionaria salva al mundo. Ni siquiera
hay muertos, bueno sí, algún cadáver:
“Una corneja picotea el hombro de un cadáver sentado contra una pared. (…) Su cráneo desnudo y lampiño brilla en el pavimento. Tiene el rostro ennegrecido y el pulgar arrancado. Siguen en su bolsillo las dos balas e plomo que se llevó dos horas antes de su casa; no habrá tenido ocasión de utizarlas”,
muertos del pueblo. La gente de a pie es objeto de violencia, los
asaltantes derrocaron la Bastilla sin matar a nadie. Desconocimiento
de la naturaleza humana se llama la figura. Ni novela ni historia,
pues. Ellos sabrán, críticos y premiadores.
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