Hay
plazas, calles y barrios de Barcelona en los que hay que abrir bien
el oído para oír español o catalán. Barcelona es una mixtura de
idiomas, gentes y colores venidos de medio mundo: clase media europea
e inmigrantes del tercer mundo, profesionales del norte, centro y
este de Europa, trabajadores y comerciantes de Asia, América y
África y muchos niños. Cómo podrá el nacionalismo atrapar a esa variopinta multitud en
su sueño de una identidad única y común. Puede hacer que la
mayoría de ellos sean aficionados del Barça, pero poco más. Si Pujol estuviese en sus cabales cogería una gran depresión. Cómo
podrían los tractores que llegan a las grandes manifestaciones, como
la del pasado 11 de septiembre, convertirse en una imagen tentadora
para alguien que viene buscando ciudad. El nacionalismo, desde los
Orban, Wilders, Salvini y demás lepenes europeos hasta los
puigdemones caseros, es rural, vive en un imaginario de prados y
montañas, cabras y panales de miel, pero los inmigrantes huyen de
todo eso, atraídos por el engañoso brillo de la ciudad cosmopolita.
Barcelona es el rompeolas del nacionalismo, está tomada por los
patinetes eléctricos y el tractor no tiene sitio donde estacionarse.
Y si al resto de España no le queda otra que convivir con esa
pesadilla del nacionalismo, a los de tractoria tampoco les queda otra
que compartir calles y plazas con gente que les desagrada
profundamente. Para unos y otros no hay otra cosa que democracia y
procedimientos, parlamento, leyes y respeto mutuo. Para todos, la esperanza de un renacimiento, de volver a la vitalidad de los setenta y ochenta está en la gran ciudad joven y desacomplejada que espera su momento.
lunes, 17 de septiembre de 2018
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