Tengo
un magnífico observatorio a mi alcance. No tengo más que subir cien
metros para sentarme en un taburete de piedra, bajo un pino, y
observar el cosmos que se abre generoso ante mí. Enfrente hay un
cerro redondo con su poste indicativo y su leyenda que explica lo que
tengo delante. He estado a 4.000 y a 5.000 metros de altura en otros
continentes pero ese pequeño cerro no lo he abordado. La prisa.
Siempre me he sentido urgido, es mi carácter. He creído que
llegaría tarde a cada una de las cosas que he ansiado y así ha
sido, las he emprendido con tanta prisa que siempre he llegado tarde.
El que no disponga como debiera de este mirador privilegiado se debe
entre otras cosas al viento que aquí sopla uno de cada dos días,
hace desagradable la observación. Veo el cerro no hollado y a sus
pies el cementerio, una miríada de losas blancas verticales,
salteadas por los no menos verticales cipreses, podados a medida para
que ninguno sobresalga, una tendencia muy del lugar. Un poco más
allá las extensiones geométricas del polígono, que ahora se reaviva
tras la larga crisis y a su alrededor el verde naciente del cereal
que brota en este abril poslluvioso y en lontananza, en una meseta
algo elevada, los molinos agitados, palos feos, toscos en su perfecta
linealidad vertical.
Debería
estar escribiendo sobre Nepal, sobre el valle de Mustang, pero he vuelto vacío, al contrario que
en otros viajes. He caminado por un desierto de polvo y hondonadas
como un autómata, mirando el paisaje ocre, también las cercanas
cimas blancas de los ocho miles, como si no me fuera nada en ello, de
hecho nada me iba en ello. Los parajes desiertos, los famélicos
lechos que arrastraban parduzcas masas de agua de las montañas hasta
el lejano Ganges, los pueblos decrépitos, pobres y friolentos,
atascados en la supervivencia y en un budismo estático de hombres
de rostros oscuros y mujeres con cuerpos apergaminados envueltos en
mil refajos, pasaban ante mis ojos como postales sepias y cuarteadas
y no es que no tuviera interés esa tierra primigenia, pero no tengo
alma de arqueólogo sino que en mí tiembla la vida y la que veía,
en las fotografías colgadas en las estancias o en lo que contaban
cuando pude habar con ellos, estaba afuera, al otro lado del
Pacífico, en Japón, en Australia, en América, condenados los que
se quedaban a vivir en un siglo enterrado. Tampoco yo estaba por
aportar nada, porque voy vacío a los viajes esperando, cada vez, que
alguien o algo me llene.
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