‘Me dolía especialmente el desmoronamiento de la ternura. Vienen a mi cabeza frases que ella decía llenas de bondad. Entonces supe que la muerte de una relación es en realidad la muerte de un lenguaje secreto. Una relación que muere da origen a una lengua muerta. Lo dijo el escritor Jordi Carrión en un estado de Facebook Cada pareja cuando se enamora y se frecuenta y convive y se ama crea un idioma que sólo pertenece a ellos dos. Ese idioma privado lleno de neologismos inflexiones campos semánticos y sobrentendidos tiene solamente dos hablantes. Empieza a morir cuando se separan. Muere del todo cuando los dos encuentran nuevas parejas inventan nuevos lenguajes superan el duelo que sobrevive a toda muerte. Son millones las lenguas muertas’.
Cada
cual tiene una historia que contar, la suya propia, la de su familia,
la de sus amores, la de su vida, la de su muerte. Si uno consigue
hacer el silencio dentro de sí y encuentra la voz, su propia voz,
puede contarla, si encuentra el camino de la verdad, puede contarla.
Las vidas no tienen mayor misterio, todas se parecen, todas acaban
igual, lo que cambia es el tono, el afán de verdad. Manuel Vilas, un
escritor aragonés al que yo desconocía hasta hace muy poco, ha
encontrado el modo de contar la vida con sus padres, no pasan muchas
cosas en esa vida, tampoco pocas, como en la de cualquier español
que comenzó a vivir en los sesenta cuando España pugnaba por
desasirse de la pobreza. “Hasta las clases menos favorecidas de la
Historia reclaman un destino legendario, quieren palabras buenas, un
poco de poesía”. Barbastro, el desierto circundante de Aragón,
los setenta y los ochenta con el futuro y la alegría de la juventud
por delante (“La alegría que procede de la juventud es el tiempo
de la suprema ignorancia de la extinción”), y la entrada en el
nuevo siglo para mirar hacia atrás, porque tan pronto como el futuro
parece infinito y sin desgaste ya es pasado y se anuncia el fin. Ese
es el escenario por el que se mueven los personajes de Manuel Vilas,
con nombres de músicos, Bach y Wagner sus padres, Monteverdi y
Rachmaninov sus tíos, Brahms y Vivaldi sus hijos. No pasan muchas
cosas en este libro, algunas fechas, algunos lugares se evocan, lo
que pasa es la vida, arrastrando su tristeza y degradación, el amor
tan poco o nada expresado, la soledad, la consunción.
Manuel
Vilas lo cuenta en forma de poema, como una canción, con la forma
que le corresponde a la vida, la del himno sagrado. Ahí están los
hallazgos, la sencillez de la expresión poética, el ritmo hímnico,
que tan bien casan con un país que hasta hace poco hacía sociedad
de su catolicismo, y de la aridez de la tierra y de la sobriedad de
la vida sus señas de identidad, más cerca de Juan Goytisolo y de
los místicos que de Javier Marías y del cosmopolitismo literario.
No sé si este libro es un acta de defunción de un modo de ser y
escribir o una vuelta a los orígenes clásicos de la lengua y la
tierra. Sí sé que de los escombros de lo que fue surge una oración
a la vida. Y a la familia: “Sin familia solo eres un perro
solitario”. En todo caso es un feliz hallazgo, una sorpresa que
muestra que el idioma está vivo aún cuando se recite su muerte, una
escritura sin saldos que no dice más de lo que necesita decir, tan
nueva y tan clásica. Otro escritor aragonés más, junto con Sergio del Molino, para rescatar a la parte moribunda del país y a su
lengua.
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