miércoles, 14 de marzo de 2018

Ordesa, de Manuel Vilas



Me dolía especialmente el desmoronamiento de la ternura. Vienen a mi cabeza frases que ella decía llenas de bondad. Entonces supe que la muerte de una relación es en realidad la muerte de un lenguaje secreto. Una relación que muere da origen a una lengua muerta. Lo dijo el escritor Jordi Carrión en un estado de Facebook Cada pareja cuando se enamora y se frecuenta y convive y se ama crea un idioma que sólo pertenece a ellos dos. Ese idioma privado lleno de neologismos inflexiones campos semánticos y sobrentendidos tiene solamente dos hablantes. Empieza a morir cuando se separan. Muere del todo cuando los dos encuentran nuevas parejas inventan nuevos lenguajes superan el duelo que sobrevive a toda muerte. Son millones las lenguas muertas’.


         Cada cual tiene una historia que contar, la suya propia, la de su familia, la de sus amores, la de su vida, la de su muerte. Si uno consigue hacer el silencio dentro de sí y encuentra la voz, su propia voz, puede contarla, si encuentra el camino de la verdad, puede contarla. Las vidas no tienen mayor misterio, todas se parecen, todas acaban igual, lo que cambia es el tono, el afán de verdad. Manuel Vilas, un escritor aragonés al que yo desconocía hasta hace muy poco, ha encontrado el modo de contar la vida con sus padres, no pasan muchas cosas en esa vida, tampoco pocas, como en la de cualquier español que comenzó a vivir en los sesenta cuando España pugnaba por desasirse de la pobreza. “Hasta las clases menos favorecidas de la Historia reclaman un destino legendario, quieren palabras buenas, un poco de poesía”. Barbastro, el desierto circundante de Aragón, los setenta y los ochenta con el futuro y la alegría de la juventud por delante (“La alegría que procede de la juventud es el tiempo de la suprema ignorancia de la extinción”), y la entrada en el nuevo siglo para mirar hacia atrás, porque tan pronto como el futuro parece infinito y sin desgaste ya es pasado y se anuncia el fin. Ese es el escenario por el que se mueven los personajes de Manuel Vilas, con nombres de músicos, Bach y Wagner sus padres, Monteverdi y Rachmaninov sus tíos, Brahms y Vivaldi sus hijos. No pasan muchas cosas en este libro, algunas fechas, algunos lugares se evocan, lo que pasa es la vida, arrastrando su tristeza y degradación, el amor tan poco o nada expresado, la soledad, la consunción.

            Manuel Vilas lo cuenta en forma de poema, como una canción, con la forma que le corresponde a la vida, la del himno sagrado. Ahí están los hallazgos, la sencillez de la expresión poética, el ritmo hímnico, que tan bien casan con un país que hasta hace poco hacía sociedad de su catolicismo, y de la aridez de la tierra y de la sobriedad de la vida sus señas de identidad, más cerca de Juan Goytisolo y de los místicos que de Javier Marías y del cosmopolitismo literario. No sé si este libro es un acta de defunción de un modo de ser y escribir o una vuelta a los orígenes clásicos de la lengua y la tierra. Sí sé que de los escombros de lo que fue surge una oración a la vida. Y a la familia: “Sin familia solo eres un perro solitario”. En todo caso es un feliz hallazgo, una sorpresa que muestra que el idioma está vivo aún cuando se recite su muerte, una escritura sin saldos que no dice más de lo que necesita decir, tan nueva y tan clásica. Otro escritor aragonés más, junto con Sergio del Molino, para rescatar a la parte moribunda del país y a su lengua. 

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