En
muchos casos empezamos a ver la solución de intrincados problemas cuando los denominamos correctamente. Es el caso de la llamada inmersión
lingüística que tanto daño ha hecho a las capas sociales más
desfavorecidas de Cataluña.
“El actual modelo catalán, defendido con ferocidad digna de mejor causa, es anómalo e injusto. Se dice de inmersión para callar que es de exclusión. En realidad, ninguna razón confesable hay para preferirlo a una modalidad bilingüe, de conjunción, donde no se separarían a los alumnos, sino las materias: tantas en una lengua, tantas en otra, en atención al entorno sociolingüístico. Un sistema fácil de implantar, respetuoso e inclusivo, que asegura el dominio de ambas lenguas. Pero que no haya razones confesables para oponerse a esta alternativa, no significa que no las haya inconfesables: la inmersión monolingüe no logra ningún beneficio pedagógico que un modelo bilingüe no consiga también, pero solo aquella rinde el beneficio ideológico que el independentismo desea: hacer que sobre el castellano pese el estigma de lengua extranjera, contribuyendo así a adelgazar el contenido de esa parte de su identidad que los catalanes tienen en común con el resto de los españoles”.
Como
suele suceder, los problemas si no se les afronta tempranamente se
convierten en crónicos y su solución demorada en el tiempo se
agrava hasta resultar imposible, o así puede parecerlo. Lo que en España ha
faltado desde el principio es una ley de lenguas que solucione de una
vez, de forma equitativa y justa, las necesidades de los hablantes en
un país multilingue.
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