Me
sumergí en Bill Viola en la primera gran retrospectiva que el
Guggenheim de Bilbao le dedicó. Fue una experiencia intensa,
epifánica. La vi solo, entregándole mi tiempo, dándole a cada uno
de sus vídeos todo lo que me pedía: disposición, vacío mental,
como un amante que no hace preguntas. Muchos de aquellos vídeos los
he vuelto a ver ahora, tres, al menos, quizá cuatro, me sieguen
impresionando, siguen conservando su potencia icónica y es posible
que mantengan su capacidad reveladora. No he tomado nota de sus
títulos, aunque podría describirlos, pero creo que no debo hacerlo.
La fuerza del arte consiste en que cada obra se abre de un modo
diferente a cada espectador y de un modo diferente en cada ocasión.
Y aquí reside mi decepción. Esta segunda vez mi perplejidad no se
ha mantenido. He tenido la impresión de que el significado de cada
obra estaba acotado, que las pautas de interpretación vienen dadas y
que quizá los modos de ver las obras de Viola no admitan tanta variación. Las obras maestras del pasado se renuevan cada vez que las vemos, nos descubren cosas en las que no habíamos reparado. Muchos vídeos me han parecido anodinos, especialmente los nuevos,
los que no había visto, quizá porque su potencia creadora ya no sea
la misma, quizá porque no me parecen nuevos. Veo en ellos ecos o
repeticiones de otras obras, de maestros de la historia del arte, lo
que me parece bien, y de las suyas propias, lo que quizá signifique
un colapso de la imaginación. Están los elementos, el agua, el
fuego, la humanidad cercada por ellos, el agua que nos limpia o nos
ahoga, el fuego que nos consume, pero eso ya lo había visto. He echado en falta, en esta retrospectiva, alguna de las obras que más me absorbieron, especialmente las de temática religiosa. Lo que
la obra de Bill Viola ha ganado en limpieza tecnológica, en técnica
digital, ha perdido en espontaneidad, en novedad, en sorpresa. Aunque
estoy seguro de que para el espectador primerizo supondrá una
revelación como la que para mí supuso la primera vez.
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