La
metáfora de las noches blancas se refiere a una suerte de espacio
ahistórico donde el tiempo se estanca y nada parece que vaya a
suceder: “...He notado que en las noches blancas todas las
desgracias de la vida parecen aplacarse, no se manifiestan, se
esconden, no se las ve, y la paz se cierne sobre la gente y la
naturaleza toda...”), un momento para la poesía que parece
imposible, como contraste con la ronda nocturna, título de la
novela, que es cuando se producen las detenciones y se manifiesta el
implacable estado totalitario. Pero esa poesía de las noches
blancas, de las gaviotas que remontan el vuelo atravesadas por la luz
del crepúsculo, del canto de los ruiseñores que tanto proliferan en
la ciudad tras la desaparición de los gatos durante el prolongado
sitio de la guerra, de la belleza de la ciudad de la fortalece de
Pedro y Pablo, de los hermosos puentes, plazas y palacios, casa mal,
es excesivo el contraste, con el relato del guardia que detiene a
hombres y mujeres de los que no sabe muy bien qué delito han
cometido. La narración se construye pues en dos planos, el poético
y frío, en el que brilla la ausencia de humanidad, y el caliente de
las detenciones donde el hombre es tratado como un objeto devaluado
por el Estado carcelario, aunque señala que la historia de violencia
gratuita asociada a la ciudad, comienza antes de la revolución, con
las ejecuciones ordenadas por los zares, en cuya fortaleza
contabiliza 100.000 muertes.
Del
desapasionado narrador sabemos unos pocos detalles, que es hijo de
campesinos y que su carácter se forjó antes de la revolución, en
el desprecio y humillación, consentidos por el padre que sufrieron
sus seis hermanas. Allí se alimentó el “odio de los lacayos”
que le llevó a ejercer de chequista de los
órganos, como
denomina al aparato represor. “No me avergüenzo de nada. Entregué
mi vida. Fui un soldado. Fui una bayoneta afilada”. Entre
ruiseñores cantores y gaviotas voladoras va contando casos en los
que él ha participado, como si fuese un trabajo normal, sin
preguntarse por la justicia de la detención o de torturas como el
desgarro de las fosas nasales, aunque en el contexto de la narración
se ve la irracionalidad y arbitrariedad de las detenciones. Los
detenidos no tienen nombre, aunque sí alguna característica
especial que hace que les recuerde, el modo de vestir o moverse, su
conversación, sus conocimientos sobre algún tema específico como
aquel hombre que sabía tanto de la vida de las aves: “Si los
hombres consideran que los nidos son las casas de las aves es porque
las ven como si se vieran a sí mismos”. A un individuo se le
detiene porque pretendía a la hija de un gerifalte. Un mariscal pasa
tres años de cárcel, aunque no completa la condena de 20 porque
antes muere el dictador, porque en un entierro menciona la posible
muerte de Stalin. A un ingeniero se le detiene por visitar Finlandia
y a a una bibliotecaria porque no ha encontrado algunos de los libros
que una ordenanza prohibía, A unas chicas se les hace esperar en la
sala de detención por llamar por teléfono sin motivo a la sala de
los guardias: durante unas horas esperan a ser interrogadas, para que
en la espera piensen y se aterroricen. Todo el mundo teme la llegada
de la emochka,
el vehículo de la detención. Dos casos paradigmáticos: un guardia
que colabora en su propia detención firmando como testigo, porque
era necesario que en toda detención hubiese un testigo, y además da
consejos al primerizo narrador, y una mujer culta que es encerrada en
un compartimento de la emochka
para que no la toqueteen el resto de los muy apretados presos, y el
narrador se extraña de que no le de las gracias. En
un momento del relato el narrador afirma cínicamente: “No
hay sitio en la tierra para los justos”.
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