La mejor
manera de saber si la cosa funciona es ver el contento de los músicos. Se ve
que disfrutan cuando acarician su instrumento, cuando con rápidas miradas transmiten su felicidad a
sus compañeros. Eso pasa al público de inmediato, que no sólo
ve con sus ojos y boca, también con el cuerpo, en el que va prendiendo la alegría.
Y qué otra cosa se pide al arte cuando aparece sino alegría y contento. Claro,
también cuenta Vivaldi y la saltarina mandolina de Avi Avital y el concierto de
sus doce compañeros de la Orquesta Barroca de Venecia. Pero con ser hermosas las
piezas, los conciertos para laúd y mandolina de Vivaldi y de Paisiello, la Follia
de Geminiani o la extraordinaria versión del Verano de Las cuatro
Estaciones, el acontecimiento está en la música, sin decorados, sin
amaneramientos, sin protagonismos, sólo sonido, timbres, armonía y oído. Entonces
se abren, se despliegan los sentidos, se oye con los ojos, se ve con los oídos,
el olfato toma el lugar del tacto, el patio del Cordón entero, el público,
vibra al unísono, el entusiasmo va del estrado a la platea y del público a los
intérpretes. La sala se carga de sensualidad, los que están al lado son
extensiones de uno mismo, se busca en su mirada el calor, la vibración en su
cuerpo.
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