Qué se puede esperar de nuestro
mundo. Algunos, a la manera de un doctor Pangloss renovado, no dudan en afirmar
su gozosa pertenencia al presente. Cualquier vista atrás les reafirma, aunque
no por ello den su total confianza al futuro, que aparece lleno de
incertidumbre. Cómo es pues este presente, adónde nos lleva. Sin duda lleno de
amenazas, atravesado por graves crisis. ¿Cuándo no las hubo? Cómo ser
insensible a la presencia de refugiados en inestables lanchas en el Mediterráneo,
náufragos de mundos que hasta hace poco parecían seguros, de inmigrantes que
exigen atravesar el espejo de Occidente, que nos traen una inseguridad que
tememos se propague en nuestros países. La precariedad de sus barcas, los
centros de acogida que de efímeros devienen permanentes, los improvisados
campamentos. Gente a la que no querríamos mirar a la cara para no sentirnos insolidarios,
culpables por no cederles parte de nuestro precario bienestar.
Pero intuimos que este es también un
tiempo de cambio, un interregno antes de acceder a no sabemos qué,
quizá un mundo caótico del sálvese quien pueda o quizá una época axial
como lo fueron el siglo VI ac y después el XVIII, que cambiaron la historia, la
primera con la aparición de grandes religiones y el logos griego, con la idea
de universalidad y autoconciencia, la segunda alumbrando la subjetividad, ante
la conciencia por vez primera de la muerte individual. (“La muerte es un
invento moderno”). El hombre se rebela ante la indignidad de su destino, la
muerte, y quiere liberarse de la las opresiones tradicionales. Algo está
sucediendo, pues, ahora, un cambio moral, también material, que está
modificando la relación entre las personas. Ya no podemos dejar de mirar a los que
vienen hacia nosotros, sabemos que cada uno de los que llaman a las puertas de
Europa tiene dignidad, cada uno es un ser humano irrepetible. Pero las fuerzas
sin control que desata la globalización son asustan. El tiempo de la
construcción de naciones se ha acabado. Los inmigrantes y refugiados, sin
tierra, sin país, son extraños, portadores de miedo, anuncian la inestabilidad
del futuro. Les hacemos culpables del contenido de su mensaje.
Si algún tiempo histórico estuvo
cerca del ideal kantiano del ser humano como una sola raza este
es el tiempo, la globalización aboca a que todos los seres humanos vivamos
juntos en el mismo y único espacio esférico que es la Tierra, un ideal que al
mismo tiempo que parece fructificar está a punto de estallar ante la
incapacidad de naciones y estados, pertrechados con maneras del pasado, para
derribar sus fronteras y establecer un territorio común.
Un mundo en el que la libertad
parece haberse desplegado más allá de su potencia hasta el punto de que ya no
sabemos qué hacer con ella. Lo que ahora parecemos necesitar son límites que combinando
libertad y seguridad nos permitan una vida digna. Porque los límites no
empobrecen, sino que enriquecen, “limitarse es extenderse”, decía Goethe. Liberados
en el largo movimiento de la ilustración, desde el siglo XVIII al XX, de las
opresiones del pasado ahora tenemos necesidad de buscar marcos que potencien el
esfuerzo por conseguir el ideal al alcance de un solo mundo. Despojados del
amparo seguro de la comunidad, de los vínculos que nos unían a la familia, a la
pareja, a los hijos, el hombre moderno se ve sin medios para construir una
identidad estable, más allá de la vida líquida en que se han convertido las
relaciones humanas. ¿Cómo escapar del estado de miedo? ¿Aceptando las
restricciones a la libertad a cambio de construir nuevas estructuras sólidas?
La nueva subjetividad ya no es
aristocrática como en el romanticismo, ahora todos los hombres, cada uno de
ellos, son dignos. Las diferencia entre ellos son accidentales, mujer, pobre,
homosexual, joven, refugiado, cada uno es “el común de los mortales”.
Qué hace que zozobre el ideal justo
en el momento en que lo tenemos al alcance. Las formas viejas de hacer
política, la cultura revestida de espectáculo y negocio en vez de aquella
colección de normas que construían la sociedad madura. La cultura y la
filosofía se han dejado en manos de las empresas. Pero, la cultura añade
significado a nuestras vidas.
¿Es la nuestra una sociedad enferma?
¿Es aceptable la desigualdad, que el 1 % de la población de EE UU acapare el 40
% de la riqueza? ¿Es inevitable que los ingresos de los ricos sean tres veces
superiores a los de los pobres? Vivimos en una sociedad cosmopolita pero en
ausencia de una mentalidad cosmopolita, decía Ulrick Beck. Los problemas son globales,
pero las soluciones locales. ¿Es posible reconciliar el problema global con la
solución local? Es una tensión que nunca
se reconcilia. Pero el ideal es necesario, prescribe un camino, ilumina la vida
interior, moviliza el entusiasmo hacia el progreso moral y material.
La indignación que nos acomete nace
del escándalo del abuso de la corrupción, de la visión del cadáver del niño
sirio Aylan arrojado a una playa turca. Eso es así porque existe un ideal
moral, por el alto grado de moralidad al que hemos llegado. El tiempo de la
filosofía de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) se ha acabado, aunque no la
crítica que le acompañaba. Somos seres morales, más exigentes que nunca, cada
vez más entusiastas por elevarnos a lo mejor. Somos optimistas con respecto al
pasado -¿qué tiempo pasado fue mejor?- aunque en el futuro sólo habita la
incertidumbre.
(La gran sala está llena, 500
personas. En el escenario Zigmunt Bauman, 90 años, y Javier Goma, 50, dialogan introducidos
por una guapa periodista. Un concejal, previamente, ha llenado un tiempo
precioso, que no se recuperará, para decir cosas banales).
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