Hay quien
prefiere al mirar tornarse hacia adentro, sin acabar de salir de sí. No puede o
no quiere dejar que los colores, la luz, las formas lo penetren, lo tiene todo
dispuesto para que la contemplación no perturbe su pensamiento. El misterio de
la naturaleza lo guarda en su corazón. La pureza de su idea del mundo podría
ser contaminada por la abierta visión.
Abrir de
par en par los ojos parece la opción más fácil, parece estar al alcance de la
mecánica fisiológica, pero no lo es. Requiere un gran esfuerzo de limpieza en
la mirada. A la pintura, al arte en general, le ha costado siglos desnudar la mirada, desde que los canteros románicos dibujaran apóstoles y ancianos del
Apocalipsis en los arcos de las portadas con los ojos de su corazón. A simple vista parece como si del maestro
de Sant Climent de Taüll a Picasso o a Rothko se hubiese culminado un ascenso
técnico de creciente dificultad sólo al alcance de grandes virtuosos, y no ha sido
así. Al contrario, el arte de finales del siglo XIX y de parte del siglo XX ha
sido un acto de coraje donde la sabiduría no estaba en el dominio técnico sino
en la valentía por desaprender, por ir despojándose de las sucesivas capas de
suciedad y errores propiciados por siglos de buen gusto, rutina, costumbres,
mercado y academia.
Pero la pintura
es solo una imagen del mundo, sinécdoque de nuestro proceder. Despojarse de las
costras del pensar no es tarea fácil, el miedo a resfriarse, a coger una
pulmonía es tan fuerte que uno prefiere seguir mirando, abrigado por una gruesa
capa, a través de gruesos culos de vaso que ni siquiera queremos ver. Despreciamos
la mirada limpia como cosa de niños, impropia de adultos serios y respetables.
Estamos dispuestos a admitir que el oído, el gusto, el tacto y el olfato están
atrofiados, somos conscientes que de ellos no nos podemos fiar, pero no que la
vista lo esté más que todos ellos, porque no vemos con mirada serena, antes de
abrir los ojos ya sabemos lo que vamos a ver.
Lo curioso
del asunto es que el arte ya hace un siglo que se desnudó, aunque ahora anda
algo confuso, pero en el mundo de la percepción no ha ocurrido algo semejante.
Nuestra mente es un batiburrillo de ideas falsas con las que organizamos
nuestro conocimiento del mundo. Lo que mancha la mirada es la idealización. Es
como si no hubiésemos salido del portal románico. Proyectamos en los demás
ideas falsas o vemos en ellos la idealizada imagen de nosotros mismos.
Encajonamos los sucesos de la realidad en nuestra biblioteca mental como hechos
prescritos por nuestras ideas previas. Los sucesos de París no nos pillan de
sorpresa porque tenemos un arsenal de causas que los preveían (Estas o estas). En realidad, no
han sucedido, estaban ahí, esperando, agazapados, para dar continuidad a las
ideas forjadas con anterioridad, para dar consistencia a nuestros prejuicios. Sólo limpiando la mirada podemos dar una
oportunidad a los hechos, a la vibración que generan, al pálpito incesante de
la vida.
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