La bajada
puede ser un disfrute. Me gusta bajar, si tengo las rodillas en forma y la
hernia discal no me da guerra. Me gusta correr bajando porque me cansa menos y
lo hago más rápido, parando en los miradores para seguir con el espectáculo de
los Andes, el vértigo del cañón. Veo sufrir a la gente que sube en este viernes
transitado, como yo sufrí hace dos días. Un grupo de argentinos, otro de
brasileños con rostros desencajados, incrédulos cuando se les dice que todavía les
queda tanto, una, dos, tres horas. Un grupo de colegiales desparramados con
cara de intenso sufrimiento, que vienen a celebrar el fin de curso. Un mexicano
con camisa blanca y botas de caña alta, color carmelo, montado a caballo,
acompañado por un guía, bien amarrado a las riendas, los cascos rechinando
contra los escalones de piedra. Así durante el primer tramo, hasta Santa Rosa,
donde Celso tiene preparado el almuerzo del día, ya se sabe, arroz con trozos
de carne y jugo indefinido. Media docena de hombres, guías y campesinos, se
arremolinan alrededor de una jarra de chicha morada, la bebida de maíz propia
de los Andes. Zugar nos señala un trapo rosa al final de una vara, aquí hay
chicha preparada. Lo veremos durante todo el viaje. Luego, por la tarde, otra
vez a bajar, hasta la playa Rosalina, en la orilla misma del Apurímac, donde
las tiendas debían estar listas, pero aún no lo están cuando yo llego, Celso y
Ángel están cansados, dicen, otra vez con el sol caído tras las imponentes
montañas. Una osadía ducharse con agua fría, a oscuras, los mosquitos zumbando.
Una sola llave abre y cierra todas las duchas, o todos se duchan o nadie se
ducha.
Tras el
desayuno del último día, llega uno de los peores momentos, acertar con el
dinero que hay que repartir con aquellos que lo esperaban. María y yo
discutimos al respecto. No creo que acertáramos, yo no quedé satisfecho. No me
gustan las propinas, no sé si el que las recibe se siente humillado, yo cuando
las doy paso un mal trago. Nos despedimos, con el dinero en el apretón de
manos. Abrazamos a Sunny y Gloria, los malayos, a Rolando, a Ángel y a Celso. María,
Zugar y yo iniciamos la última zigzagueante subida, la interminable pared en la
que se dibuja una herida que parece trazada por la espada del zorro. Chikiska,
Cocamasana, Capuliyoz, Cachora. A unos ingleses que se preparan para iniciar la
ruta les señalamos la v que a lo lejos, en las cimas, indica el lugar exacto de
Choquequirao. Good luck.
La vuelta a
Cuzco es una especie de carrera enloquecida. El joven taxista parece tener
prisa por llegar a una fiesta, pero el coche se le resiste. Acelera por la
carretera de polvo y piedras, pero tiene que parar varias veces porque algo suena
mal y no ve qué pueda ser. Una rama atascada entre las ruedas. Adelanta sin
miedo, sobrepasa todas las advertencias de velocidad. María y yo cansados, no
prestamos atención a sus locuras.
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