En Cuzco,
la Posada del Viajero no convencía a María, tampoco a Rosa, habitaciones y baño
sin ventilación, humedad, ruido. Así que Rosa se encargó de buscar otro acomodo
en un nuevo hotel, Las 7 Ventanas. Tras descansar por fin aceptablemente, el
taxi nos esperaba, a las 6,30, al pie del hotel.
-Kennedy,
llamadme Kennedy –nos dijo el taxista que había contratado para nosotros
Hilaria. Un hombre latizo, serio, profesional, el más profesional de los muchos
que nos guiaron a lo largo del viaje. En esta ocasión vamos a recorrer el
extenso valle sagrado de los incas, la almendra del Perú precolombino. El paisaje,
regado por el Urubamba, una gran caldera entre montañas y riscos.
De camino
hacia la primera parada, pasamos por campos donde se cultiva el cereal, un
terreno ligeramente ondulado, que debió sorprender a los conquistadores porque
se asemeja a algunas zonas de Castilla. Subiendo por una de las laderas del
Valle se llega hasta
Pisaq, un gran laboratorio en el que los incas
experimentaban con los microclimas que se generan en las terrazas superpuestas
en las pendientes de los cerros. El estudio del clima y la conducción del agua
permitió crear infinitas variedades de papas, maíz, quinua. En uno de los
cerros, de forma piramidal, está la ciudadela inca, casi intacta salvo por los
perdidos techos de paja, desde la que se controlaba todo el complejo. Para llegar
hasta ella hay que ascender muy lentamente porque cualquier sobreesfuerzo se
paga con un sobresalto pulmonar. Callejeando
nos topamos con dos amigos valencianos que nos cuentan su ingrata experiencia
en Amantani, la isla del Titicaca donde pernoctaron pero apenas durmieron por
el malestar ocasionado por el mucho frío y el dolor de cabeza por el mal de
altura. En otro de los cerros, en una
pared vertical, se ven los huecos donde enterraban a sus muertos y abajo,
en el fondo del valle, aparece la ciudad
colonial.
Bajando de
Pisaq, atravesamos un pueblo con pequeños hornos a los lados de la carretera
donde están preparando el cuy, un pequeño mamífero entre el cochinillo y el
conejo al que ensartan en un palo para asarlo. Pero es demasiado pronto para degustarlo,
tampoco María y Rosa son muy partidarias.
Después de
Pisaq,
Chinchero, una de las ciudades más bonitas del Valle, donde la
mezcla entre lo inca y lo colonial está más presente. También fue un centro
agrícola, con una gran plaza ceremonial y mercantil, levantada sobre un cerro
desmochado, junto a la que los españoles, sobre las ruinas de un palacio,
levantaron la bonita iglesia de Nuestra Señora de Monserrat. Dentro, el cura
sermonea en quechua a los files congregados. Las hechuras barrocas del interior
conjugan armoniosamente con la pintura de la escuela cuzqueña. Las paredes
encaladas, en el exterior, se sobreponen a los grises sillares montados sin
argamasa por los incas.
En las laderas que bajan hacia el valle el pueblo ha
crecido con callejuelas andaluzas o extremeña hoy dedicadas al turismo hasta
desembocar un gran mercado al que los habitantes de las montañas bajan para
ofrecer sus productos artesanos, vestidos al modo quechua tradicional. Un gozo
para la vista las paradas de fruta, los productos textiles, la marroquinería,
la alfarería, el colorido de los trajes, la simpatía de las mujeres.
Maras
fue otro centro de agricultura experimental. Aquí los andenes son bellamente
circulares, como en una plaza de toros invertida, con gradas decrecientes hacia
abajo, abismándose en el pequeño albero central, cada terraza afirmada con
muros de piedra por los que va cayendo el agua conducida por pequeños canales,
generando gran cantidad de microclimas.
Salinas.
Aquí las terrazas son pequeños círculos blancos donde al agua salina se ha
puesto a secar.
La guinda
del día y una de las cimas del viaje es
Ollantaytambo, otro formidable
centro inca, al final del Valle Sagrado, cerca ya del Machu Picchu. Es ya tarde
y el sol se abisma tras los picos que rodean la ciudadela inca. Las terrazas se
suceden en una pared casi vertical al final de la cual están los distintos
centros administrativo, militar y religioso. Los españoles creyeron que era el
gran centro del imperio en derrota que buscaban. No supieron ver que era un
simple señuelo para que no diesen con su montaña sagrada unos pocos kilómetros
más allá.
No tenemos
tiempo para visitar la ciudad colonial, a los pies de la ciudadela inca, pero
tiene una pinta impresionante. Se nos escapa de las manos, de la vista, como
tantas otras en el vasto Perú. El tren nos espera para acercarnos al ombligo
del mundo: el Machu Picchu.
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