martes, 15 de septiembre de 2015

Perú. 11. El trekking a Choquequirao I


         
             "Un buen viajero no tiene planes fijos ni tiene la intención de llegar." Lao Tze.
             Hasta Playa Rosalina, salvo algún pequeño repecho, todo es bajada, una bajada en zigzag para salvar el fuerte desnivel, con tramos de senda polvorienta y serpenteante y otros con escalones de piedra. El paisaje, en el que poco a poco va apareciendo el río Apurímac en el fondo de un profundo cañón, con vistas a colosos como el Padreyoc, Incawasi y Rumiwasi, es tan absorbente que no reparamos en lo que tenemos delante de los ojos pero que sí veremos a la vuelta en la lenta y dura subida, el mirador de Capuliyoc y los campamentos de Cocamasana, Chisquisca. Comemos, tras embadurnarnos de repelente -estamos en la Selva Alta o Ceja de Selva como dicen por aquí y la piel blanca tiene un especial atractivo para los bichos con aguijones o con pequeñas pero poderosas mandíbulas-, en la llamada playa Rosalina, junto al río, sin tiempo para hacer la digestión, lo que traerá ingratas consecuencias.


            La idea es dormir en Santa Rosa, un campamento a medio camino de la dura subida que nos espera al día siguiente, en la ladera que se empina al otro lado del Apurímac. Hemos bajado de 2850 metros a 1930 y la subida es exactamente la inversa, 3085 a la cima de Choquequirao. Unos 30 kilómetros de subebaja en dos días. Aunque vamos parando cada pocos minutos, los malayos se van quedando atrás. María, Zugar y yo nos adelantamos, pero pronto mi sistema digestivo se rebela. El estómago se me viene a la boca junto a un sudor frío. Despatarrado intento calmarme y respirar pausadamente. La noche cae y nos damos cuenta de que no llevamos linternas, Hilaria no nos advirtió.


            Cuando llegamos al campamento todo está a oscuras. Desembalamos la mochila y la bolsa que rescatamos de los mulos a tientas. La ducha con agua más helada que fría también está a oscuras. Celso nos ha preparado una cena con arroz blanco y trocitos de carne (¿alpaca?) con verdura, lo mismo que tomaban los escolares de la mañana, acompañado de un jugo de color alimonado. Una vela encajada en la boca de una botella ilumina la tienda comedor. Iniciamos un diálogo sobre viajes y senderismo con los malayos, aunque machacados como estamos nos vamos a dormir a la hora de las gallinas. Sunny enterado de nuestro drama eléctrico nos presta una linterna. María y yo compartimos tienda.


            Al día siguiente, parecía que lo más duro de la subida estaba hecho, pero no. Otra vez los escalones de piedra, los tramos con diez cms de polvo acumulado, el zigzag mareante y la lejana cumbre que no se acerca. Los mulos de Ángel con su carga nos adelantan, Ángel con sus sandalias de campesino, los pies desnudos, hechas a la dureza de los Andes. Luego Celso, solo, canturreando. Marampata primero y luego Raqaypata, ya en el interior del parque arqueológico, eran los hitos que teníamos que superar. Una tortura. Pero conseguimos llegar a buena hora hasta el último campamento, en teoría inhabilitado, para comer, echar una siesta y hacer la primera visita. 


            No es tan impresionante Choquequirao -cuna de oro en quechua- como Machu Picchu, los edificios y las plazas no están agrupados sino que abarcan una amplísima área en las estribaciones del nevado Salcantay. Unas 1800 hectáreas de las que solo el 30 % están excavadas. Choquequirao fue quizá el último bastión de los incas cuando Cuzco fue conquistado por los españoles. Aquí se refugió Manco Inca. Los exploradores españoles lo conocieron, aunque cayó en el olvido hasta que tan tarde como en 1986 se estableció un plan de restauración. Hace pocos días dos exploradores españoles han dado a conocer otra ciudadela inca, en Vilcabamba, más recóndita, de peor difícil acceso.



            Lo primero que se aprecia, ya en la subida, son las enormes terrazas  o andenes de cultivo, más amplias y en mejor estado que las de Machu Picchu. El objetivo de la tarde es ver el sector VIII, el de los “Llamas del sol”, una serie de figuras blancas, las de los camélidos, incrustadas en los muros de los andenes, a los que se llega tras un prolongado y vertiginoso descenso, desaconsejable por tanto para quienes padezcan vértigo. 80 terrazas casi verticales, atravesadas por canales de agua que fluyen desde la plaza principal. Cuando la restauración está completada el agua bajará como en la época de los incas.


            La vista sobre el cañón del río Apurímac y la cordillera, como desde cualquier lugar de Choquequirao, es impresionante. En el sunset como dicen los peruanos, alcanzamos a ver a un cóndor con las alas desplegadas, inmóvil sobre la térmica que lo sostiene. También algunos halcones. A la vuelta, en la subida, una serpiente negra se me cruza en el camino buscando refugio entre las piedras. Solo me falta el puma para completar la trilogía simbólica de los incas, cóndor, serpiente y puma, pero no tendré esa suerte. La subida primero y la bajada hasta el campamento, otra vez a oscuras, es otra tortura. Al llegar, un escopetazo nos alerta. Los guías nos dicen que es para espantar al puma que merodea. Hace unos meses atacó a una mula en el campamento y en otra ocasión, también reciente, cuenta Rolando, atrapó a un perro que cerraba su grupo.

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