Tras cada
observación, tras cada mirada, debíamos asentir, admirar, quizá hasta aplaudir.
El guía, un hombre atildado, de tez blanca, cuyo nombre no recuerdo, aunque sí
que no cuadraba con su aspecto y ademán, de esos que en América dependen del
azar del calendario, nos explicaba las maravillas del Coricancha (“templo
dorado”), el mayor de los templos incas dedicados al sol (Inti), con los muros en
su tiempo cubiertos de láminas de oro, sobre cuyos despojos los dominicos
habían levantado un lujoso convento renacentista, con un gran claustro, bellas
pinturas del barroco cusqueño y un lujo propio de conquistadores. El guía, que
no debía estar contento con el trato económico al que habíamos llegado, miraba
a un lado y a otro para ver si conseguía nuevos clientes, y así fue como nos
juntamos con una pareja de jóvenes brasileños, mientras iba explicando los
detalles del labrado de las piedras, la maravilla de los catorce ángulos que exhibía
una de ellas, los salientes de algunos sillares, cuyo significado variaba con
cada uno de los guías, pero a mí la vista me resbalaba por los grandes sillares
grises y se me iba hacia el claustro y hacia las pinturas de sus paredes. En
todo caso, la superposición no de dos estilos sino de dos civilizaciones
diferentes, la inca y la cristiana, una en los fundamentos del edificio, otra
por encima y en la decoración, era tan extraño, tan difícil de ensamblar que no
producía efecto alguno, no se veía sorpresa, pasmo o incomprensión en las masas
de turistas que seguían a su guía, sólo el asentimiento del rebaño ante el buen
pastor.
Un resumen
de la historia de esta tierra lo podemos encontrar en el Museo del Inka,
situado en una casona colonial, más didáctico que valioso, más interesantes las
maquetas de los grandes centros incaicos que las colecciones de piezas
arqueológicas, cerámicas, textiles, de orfebrería, objetos utilizados en ritos
ceremoniales o momias.
La
monumentalidad inca en la ciudad y alrededores es inabarcable si uno no dispone
de todo el tiempo del mundo, así que a pesar de pasar cuatro noches en la ciudad, una con su día atormentado por el mal que provoca la venganza de Atahualpa, la mayor parte de las cosas interesantes quedaron para otra ocasión,
entre ellas lo que toda gran ciudad exige, que se le pasee con morosa atención,
cosa que no hicimos pues andábamos precipitados por tanta cosa como queríamos
ver.
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