En La Raya
con hermosas vistas sobre el nevado del Chimboya, en la cordillera central de
los Andes, que separa los departamentos de Puno y Cuzco, en un mercadillo, compro unos bonitos jerseys de alpaca para mis dos recientes nietecillos.
En Raqchi, antes
de enfrentarnos al monumental conjunto arqueológico inca, almorzamos a base de bufé,
acompañado, en lugar de la habitual cerveza, por infusión de maña, un
descubrimiento para mis problemas digestivos. Nos sorprenden las grandes
paredes de adobe, que fueron altos muros, de entre 18 y 20 metros, del templo
de Viracocha, las columnas que soportaban la techumbre, las dimensiones. Más
allá del templo, en buen estado de conservación se ven almacenes o colcas de
planta circular, donde se guardaba maíz, quinua, papa, chuño, pescado seco o
carne seca de alpaca, edificios administrativos, casas de la nobleza. Por este lugar pasaba el Camino Inca que unía Pasco, en Colombia, con Tucumánn en Argentina, pasando por las poblaciones más importantes del Perú y la Bolivia incaicos.
Pero lo más
sorprendente del viaje lo vamos a encontrar en el interior de la iglesia jesuítica
de San Pedro de Andahuaylillas. No en vano le conceden el título de Capilla
Sixtina andina. Fue construida a comienzos del XVII y todo en ella llama la
atención, el artesonado de madera de influencia mudéjar, las pinturas de las
paredes, algunas frescos de estilo naif y otras del más puro barroco enmarcadas en molduras de
madera de cedro y pan de oro, dos
órganos pintados, los más antiguos de América, el arco triunfal que separa el
altar de la nave principal. La ruta del
barroco andino se continúa en Canincunca, Huaro y Cusco.
Viendo los
destellos de este joyero que es Andahuaylillas, la labor de los artesanos y artistas que trabajaron
en esta maravilla, cabe preguntarse sobre qué es arte y qué no lo es. Admiramos
la hercúlea obra de los incas arrastrando enormes bloques de piedra a kilómetros de distancia, salvando
pendientes imposibles para llevarlos a lo más alto de los colosos andinos, el
trabajo de sus canteros puliéndolas, sus edificios, sus terrazas, que se
repiten en diferentes complejos con pocas variaciones, y luego vemos esta obra
tan diferente, donde hay tradición y novedad, aprendizaje y creación.
Llegamos a la
estación de Cusco, cogemos un taxi para que nos lleve al centro. Deberíamos atravesar la Plaza de Armas para
llegar al barrio de Santa Catalina, pero una procesión nos lo impide. Con las
mochilas a cuestas y maletas rodando llegamos hasta la Posada del Viajero.
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