El
ferrocarril que nos lleva de Ollantaytambo a Aguas Calientes, una concesión en
régimen monopólico que impide otro tipo de transporte hasta Machu Picchu, es un
lujo del pasado. Quiero decir que todo en el vagón huele a naftalina y que,
aparte del precio, nada cumple con los estándares de hoy para el lujo, las
butacas no son cómodas ni los snacks decentes, ni por supuesto la velocidad,
palabra inapropiada para la desesperante lentitud del tren.
Sin
embargo, el viaje nos depara una sorpresa imprevista, la llegada del tren a
Aguas Calientes, una localidad que se ha ido construyendo a los lados de la vía
del tren. Ver cruzar a la gente por delante de la locomotora, ver las puertas
de los hoteles, restaurantes y tiendas a dos metros de las ventanillas es un
espectáculo que uno creía sólo formaba parte del
atrezzo de las
películas de época. No hace falta decir que no hay peligro alguno porque a la
velocidad que el tren se mueve los niños podrían jugar a la comba delante sin
peligro.
Colombianos,
coreanas, mexicanos, gente de mudo se agrupan con nosotros ante el gerente del
hotel, a pie de vía, un hombre que se toma el ingreso como se toma la gente del
trópico la vida, como si las horas durasen 180 minutos. Su meticuloso interés
por los vouchers, como los peruanos llaman a cualquier tipo de recibo,
está en relación indirecta a las comodidades de la habitación. Pero si se
accede al Machu Picchu es a condición de tener la cartera floja y el espíritu
de protesta en cuarentena.
El Machu
Picchu es un Disney World por otros medios: un conjunto de atracciones a las
que se accede guardando puesto en la cola armado de paciencia, una bonita foto
si se encuentra el ángulo adecuado y cierto esfuerzo por parte del turista para
ir solventando el desnivel. Construida hacia 1450 y abandonada un siglo
después, esta ciudad pudo ser el lugar de descanso del inca Pachacútec. Terrazas
escalonadas en la ladera de la montaña, palacios, edificios religiosos y
viviendas. El templo del Sol, la residencia Real, la plaza Sagrada, el templo
de las Tres Ventanas y el templo Principal. Después de haber visto unos cuantos
sitios incas, más que su ingenio arquitectónico, me sigue admirando la voluntad
por residir junto a los cóndores y los pumas, a 2430 metros de altitud,
contemplando los valles, aquí el Urubamba, desde lo más alto, su empeño en
domesticar la belleza natural de los Andes, como ese Huayna Picchu que vigila
el conjunto.
Lo ideal
para no perderse en un recorrido sin sentido es dejarse llevar por un guía
local, con quien se ha de negociar a la entrada del parque. Vanesa nos pone un
precio elevado y nosotros lo vamos rebajando. Como ella tiene una tarifa
inamovible, nos pide que esperemos mientras va añadiendo a la partida a una
pareja de chilenos y a otra de argentinas. Hace el tour a buen ritmo, sin
demorarse en cada atracción más allá del tiempo necesario para la pose
fotográfica, sin parecer que tiene prisa por terminar y comenzar otra ronda. Si
se quiere apreciar lo que vale cada cosa hay que volver a repetirlo a solas por
segunda vez. Y si uno está en forma no ha se perderse la subida al Huayna
Picchu, aunque sea costosa, por las superlativas vistas, aunque también para
demostrar que uno ha podido hacerlo.
Respecto de
la arqueología del lugar, ¿quién no está al tanto?, ¿quién no lo ha visto desde
todos los ángulos posibles, en fotos, en películas, en documentales? Uno va al
Machu Picchu como quien va al Prado o al Louvre, a verificar que la memoria
sigue en pie, que el cuadro famoso es un objeto al que se podría tocar si nos
dejasen. Yo he estado allí.
Para mí, lo
más interesante, como en todo, es lo que rodea al fenómeno: la llegada en tren,
la contemplación admirada del crudo negocio, la hilera de buses que cada cinco
minutos sube por una pista estrecha en la que los conductores han de calcular
al milímetro para no rozar al bus del compañero que baja y que vomita a su
carga junto a las taquillas, el movimiento espasmódico del gentío, los guías
que acechan al cliente como busconas, los restaurantes caros pero atiborrados,
el cansancio al final del sube baja que ha sido la visita, los rostros vacíos,
sin gran recompensa, un cansancio que se prolonga en las terrazas de la Plaza
de Aguas Calientes, chaparrón de por medio, a la espera del tren que nos
devuelva a Ollantaytambo, y de ahí, mediante taxis y colectivos, otra vez las
busconas, hacia Cuzco, cuando la noche ya ha caído.
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