Lo único
que sabíamos al acostarnos tarde en el 7 ventanas de Cuzco era que al
día siguiente a las diez salíamos del aeropuerto en dirección a Puerto
Maldonado. Estábamos cansados del viaje de vuelta desde Machu Picchu. Rosa y yo
cenamos en un restaurante junto a la Plaza de Armas, regentado por una mujer
con mano firme que a pesar de la hora tardía decidió servirnos, pero María solo
quería acostarse. Ni siquiera una luna redonda, llenando de luz dorada los
tejados del ombligo de mundo que era para los incas Qosqo, una luna que se veía
desde los balcones del patio del hotel, nos detuvo para ir a dormir. Cómo nos
las íbamos a arreglar para ir a la selva.
A las seis
y cuarto un clarinazo me sacó de las sábanas. Era Hilaria que me llamaba al
móvil para decirme que lo tenía todo preparado. Nos daba media hora para
levantarnos, desayunar y firmar los papeles del pack para Tambopata. Esta mujer
es capaz de prever nuestros deseos antes de que produzcan. A tropezones nos
duchamos, recogimos, desayunamos y nos presentamos en el vestíbulo donde
Hilaria nos esperaba. Firmamos, pagamos y cogimos un taxi. El tráfico era
denso, algunas calles estaban cortadas, hasta la propia Hilaria que nos
acompañaba para facilitarnos los trámites en el aeropuerto temió que no
llegábamos. Por mi mente pasó la idea de tener que coger otro bus turístico con
otras ocho o nueve horas de viaje. En el aeropuerto nos despedimos
efusivamente.
Puerto
Maldonado sólo es una ciudad tropical de calles anchas, casas bajas y todo tipo
de taxis circulando por ellas, y muchas motos con tres o cuatro personas a
bordo con pantalón corto y camisa abierta. Si nosotros estábamos preocupados
por llegar tarde a la barcaza que nos esperaba en el puerto, los taxistas y los
empleados de la agencia local iban a su ritmo, es decir, sin dar muestras de
que nuestra agitación les preocupase. Es difícil comprender su actitud ante la
vida, su desinterés por el tiempo cronológico, así que lo mejor es esperar y
mirar hacia otro lado. Allí en la oficina de Tarantula Expeditions, una especie
de corral con techo de Uralita y paredes de madera, y unos butacones en los que
nuestros nervios no nos dejaban sentar, nos encontramos con Domingo y Esther,
cordobés y catalana, que cómo nosotros no comprendían nada.
Madre de
Dios es un río ancho, teñido del ocre de la tierra que arrastra hacia su
confluencia con el Madeira y luego con el Amazonas, más largo (1150 kms), él
solo, que cualquiera de los ríos españoles y por supuesto más caudaloso, y
navegable. Largas barcazas motorizadas salen de Puerto Maldonado para recalar
en los lodges que se distribuyen a lo largo de sus riberas. Tarantula Tours
es el nuestro, el que nos ha contratado Hilaria. Bungalows de madera, separados
del suelo, ventanas y techos protegidos con redes y mosquiteras sobre las
camas.
Embadurnados
de repelente, vamos al comedor donde nos encontramos con Domingo, Esther y una
pareja de chicas francesas, Alicia y Julie, que serán nuestros compañeros de
ruta. Nos ponemos a caminar. Nuestros sentidos se abren al verde de la jungla,
a los senderos embarrados, deslizamos los dedos por la superficie de las hojas
y las cortezas extrañas, nos sobresaltan desconocidos sonidos, estridencias
metálicas que proceden de insectos diminutos, un clamor que se intensificará
cuando la noche penetre en la tarde. Apenas hay espacio para el gusto, los
frutos tropicales no están en sazón y la comida no va más allá de pobres
variaciones con invariable acompañamiento de arroz. Tampoco mi atrofiado olfato
de mucho de sí.
Una
tarántula en el techo del centro de interpretación, otra en su nido bajo un
árbol, monos capuchinos entrenados para bajar de los árboles y arrebatar el
plátano que tenemos en la mano, palmeras con patas, raíces aéreas, que caminan
siete metros a lo largo de una vida, cabezas de caimanes asomando fuera del
agua, un par de ratas gigantes, capibaras, y guacamayos al amanecer
revoloteando junto a una palmera seca y desnuda para arrebatarle los minerales
que necesitan para sus pesadas digestiones. También hormigas bala, cuya
mordedura produce tanto dolor como el impacto de un disparo, o eso dicen. ¿Eso
es todo?
Algo más,
la visita a una granja tropical donde no hay otra cosa que caña de azúcar que
probar. No es la estación propicia, nos aseguran. Tirolina y canopy por la
tarde en formato mini. Una tormenta nocturna en la que parece que el mundo vaya
a acabarse. Pero ni rastro de anacondas ni boas constrictor. Un poco
decepcionante como selva. Lo interesante comienza muchos kilómetros hacia
dentro, en dirección al Amazonas. ¿Qué queda entonces de Tambopata? Una siesta
en una hamaca una tarde, un atardecer en el lago Sandoval, cuando, tras una
pausa, la selva se pone a gritar y ya no para hasta el amanecer, el sonido de
las palas en el agua lisa, en la madrugada silenciosa, de camino hacia la cita
con los guacamayos. Y hombres y mujeres, tan diferentes, tan singulares, como
en cualquier sitio donde haya ventanas que se abren, lo más interesante
siempre, lo más misterioso, lo más singular.
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