Por encima de los
tejados rojizos, en el espacio que se abre entre el campanario de Santo Andrés
y la iglesia de San Francisco, esta sin campanario, por entre pabellones y
almacenes, antes de que la línea del horizonte se convierta en cielo de
nubes bajas y claras, discurre el tren un trecho del polígono.
En los oídos aún las
notas tan alegres como melancólicas de Blue Velvet en la voz de Bobby
Vinton, la canción en torno a la que David Lynch construyó la película que le
haría famoso. En la quietud de la mañana, el tren se desliza sin ruido, con
movimiento aparente, pues queda detenido en la retina, como el camión de
bomberos que abre y cierra la película de Lynch desde cuyo estribo saluda un
bombero sonriente a la población que comienza a despertarse.
Bajo la quietud de la
mañana se agita la memoria. Unos meses después de aquel verano en que Bobby
Vinton se hizo famoso, yo escuchaba la radio a través de la ventana y los
barrotes de la casa de mi abuela: el joven presidente que yo había visto en
blanco y negro en la revista que llegaba a casa había sido asesinado en Dallas.
Como a Jeffrey en Blue Velvet, cuando descubre entre la hierba la oreja
en descomposición, se me abría la complejidad del mundo. Cuando la cámara se
adentra en el canal oscuro de la oreja encontrada, Jeffrey se empeña en poner
orden en el caos de su pequeña ciudad y en su propia mente: el padre infartado
en el hospital, el amor puro por Sandy, la hija del policía, sacudido por el
impuro hacia el personaje que interpreta Isabella Rossellini. ¿Son reales los
personajes locos y violentos que la rodean, la extraña atracción sexual que
ejerce, y en la que él mismo se ve envuelto, o se desprenden del sueño, de las
oscuras fuentes del deseo?
Nada está ordenado,
nada está quieto, mientras de pie, desde la ventana, contemplo la hilera de
vagones que se desliza, se remueven mi memoria y mi deseo. Aquel año fue el
último de mi infancia. Ya nunca sería un niño de pueblo. ¿Qué de incierto y qué
de verdadero era el mundo que se abría ante mí? La tomo en mis brazos, la beso.
Le pregunto, ¿nos desnudamos? Cambiamos de habitación, abrimos el edredón, nos
apretamos buscando el calor de los cuerpos.
El tiempo se acumula en
capas en los espacios que frecuentamos, almacena las partículas que
desprendemos en las cortinas y en las alfombras, entre los libros y las
butacas. ¿Qué tren sin ruido y sin movimiento me ha traído hasta ahí? Mi memoria solo alcanza un fin de semana algo
más largo que el sueño de Jeffrey. El
blanco sombreado de la mujer, la luz y las sombras azul celestes descansando en
las túnicas de las hijas del Sorolla de la Masaveu; la violenta y tierna reina Isabel que se
compadece y decapita a su prima María Estuardo en la obra del australiano Brett
Dean, en el Auditorio; los desvalidos personajes, pero no del todo
desesperados, que Tolcachir hace trajinar sobre una montaña de escombros, en el
María Guerrero; la Salomé de rostro apático ante la bandeja con la cabeza
decapitada del Bautista de su deseo, en el Caravaggio de las Colecciones Reales,
los latinos que pueblan la ciudad, ya casi más americana que europea, unos en
el Viso, con relojes caros y perritos falderos, otros amontonados alrededor de
un minúsculo Ramen, en la estación de Príncipe Pío: una fuente de fideos con
trozos de carne y setas como pago por rejuvenecer la avejentada España.
Demasiadas capas en tan poco tiempo.
Vivimos tanto, nos
suceden tantas cosas que tenemos que desecharlas para cada mañana empezar de
nuevo. Pero no se van del todo, como almohadillas invisibles van cayendo,
formando edificios etéreos con los que alguien algún día tropezará como yo
ahora, mientras veo como el tren desaparece en un recodo en dirección a
Valladolid, como cuando el Jeffrey de Blue Velvet al despertar ve todo
en orden, al padre sano en el jardín, a la familia reunida junto a Sandy, la
novia pura, y la mañana vuelve a brillar.
La mañana de domingo en
que todo está suspendido, el aire limpio, con la transparencia que deja la
lluvia copiosa, sin viento, la temperatura agradable que invita al paseo. Eso
hacemos, tras dejar correr el agua sobre nuestros cuerpos, en el monte cercano,
por el camino verde hacia Azálvaro, en dirección a las sierras que apuntan a
Madrid. Un par de parejas hacen jogging, el suelo sediento ha absorbido el agua
de la noche, apenas una capa de humedad sobre el sendero.
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