El agua a veces es áspera y a veces dura,
a veces ácida y a veces amarga,
a veces dulce y a veces densa o sutil,
a veces puede traer dolor o pestilencia,
a veces saludable, a veces venenosa.
Sufre tantos cambios como diversos son los lugares por los que pasa. (Leonardo da Vinci. Códice Leicester)
" Yo fui en otro tiempo un joven y una joven, un arbusto, y un pájaro y un mudo pez del mar". Empédocles.
Cuesta creer que nuestras células estén compuestas en un 70% por moléculas de agua, que sea agua en un 90% nuestro cerebro. Miramos la inmensidad del océano y, aun así, nos da seguridad la tierra firme pero seca. No acabamos de hacernos a la idea de la insignificancia del puntito que es nuestro planeta, coloreado de azul por el agua, perdido en la vastedad del universo. Dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, replicados en un número difícil de calcular, eso somos en gran parte. Así que no sorprende que el primer filósofo, Tales de Mileto, sostuviese que "Somos agua en la mayor parte".
Miremos por donde miremos ya sea en la naturaleza o en los libros el agua abunda, incluso en periodos de sequía. Abruman los datos que nos conciernen, siempre disminuyendo nuestro valor, nuestro lugar en el cosmos, relativizándonos. No llega al 3% el agua dulce del planeta, toda la demás salada, gran parte de la dulce en los glaciares y casquetas polares, y una minúscula parte en el subsuelo, en ríos y lagos, y pequeñísima en los seres vivos (de los que en un 90% son plantas) y aun así, como titula su libro Joaquín Araujo, somos agua, agua que piensa.
Una pregunta que me he hecho es cómo resuelven el problema del agua los astronautas de la estación espacial. Los astronautas utilizan un sistema ingenioso de reciclaje. La capturan de la humedad del aire, del sudor, de la orina y del agua utilizada para la higiene personal, la purifican y la descontaminan. No podríamos colonizar Marte sin agua. No podemos concebir la vida sin agua, la materia de la que estamos hechos, en torno a la que la civilización ha crecido.
De la primera, de la materialidad del agua, vista con los ojos de un poeta, trata el libro de Joaquín Araújo, Somos agua que piensa. De la segunda, de cómo nos hemos arrimado a los ríos, lagos y fuentes para construir villas, parques y ciudades, trata el libro de María Belmonte, El murmullo del agua: fuentes jardines y divinidades acuáticas.
Araújo derrama lágrimas de incontenible alegría, cuando relata sus aventuras de documentalista, su vida de campesino en las Villuercas extremeñas y de poeta empapado en la tormenta; también de tristeza cuando da cuenta del derroche, de la contaminación, del mal uso del agua, del despilfarro: 150 litros de agua, se lamenta, utilizamos cada día los europeos frente a los 5 de la parte de la humanidad que no cuenta con agua corriente ni con redes sanitarias para las aguas residuales. Ya no dejo el agua del grifo correr, nos cuenta, desde el día que vi a un tuareg con una lata de coca cola llena de agua como único medio para hacer su limpieza y abluciones diarias.
Una cadena molecular de agua nos constituye, es comprensible que Araújo se envuelva en el aura mística del poeta:
"No puedo sustraerme a la tentación de lanzarme al suelo para poner mis labios a disposición de la supervivencia del torrente o del primer charco formado por el manantial... Beber, caído en la orilla, me parece uno de los actos más necesarios y vinculantes con la Natura".
El hilo poético lo recoge María Belmonte para seguir con su particular peregrinaje por los lugares de belleza, esta vez por donde el agua se ha convertido en civilización: la mitología grecolatina en torno a los dioses acuáticos y las ninfas, los manantiales que originaron templos balnearios dedicados al dios Asclepio, donde la terapia era indistinta de la purificación, las fuentes que se convertían en lugares de peregrinación para escuchar al oráculo, allí donde el agua conectaba lo divino con lo terrenal. Los romanos, más prácticos, incorporaron la hidráulica para combinar bienestar y salubridad con la suntuosidad del poder: puentes, acueductos y termas, pero también fuentes monumentales. Pero donde Belmonte parece caer rendida es ante los jardines renacentistas y barrocos que convirtieron al agua en protagonista en forma de fuentes, cascadas y estanques, de la Villa Farnesina a la de Este en Tívoli, la primera renacentista, la segunda barroca.
Mientras Araújo cifra su poesía en la naturaleza tratada como diosa, Belmonte
se rinde ante el ingenio de los hombres, como el Bernini que creó la Fuente de
los Cuatro Ríos en la Piazza Navona.
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