Alguien está tendido boca abajo en la nieve.
En su garganta, nieve.
En sus párpados, tierra.
No puede ver nada.
Alguien está de pie a su lado.
No se oye nada.
(La clase de griego. Han Kang)
Una madre y una hija viajan a Tokio para pasar unos días de vacaciones. Visitan galerías y museos, pasean por canales y calles, se detienen en barrios, restaurantes y librerías, hacen excursiones a otras ciudades y una ruta por el bosque. La narradora no dice su nombre, tampoco el de su madre, pero sí el de algunos personajes a quienes evoca, su hermana, Laurie, su pareja. Hace descripciones detalladas de lo que ve o de lo que evoca: recuerdos puntuales de su infancia, de su casa en una ciudad de Australia, de su hermana visitando Hong Kong, de donde procede la madre, episodios significativos pero en los que no se ahonda, como la historia amorosa y frustrada del tío o del primer novio de la narradora, una suma de recuerdos que han ido dirigiendo su vida, tal la huella de la profesora de literatura antigua que le dejó su casa durante unos días.
Apenas conversan entre ellas -la lengua de la madre es cantonés y la de la hija inglés, lo que en cierto modo dificultad la conversación- o no de modo que les implique emocionalmente. La narradora se interroga sobre el conocimiento que tiene de su madre, sobre una intimidad que desconoce, pero no da pasos para saber más, tampoco su madre le pregunta a ella, como si el simple hecho de estar juntas les bastase, dejarse llevar por el momento que viven. No hay una historia dramática que contar, ni un giro que cambie vidas, tan solo el discurrir de la narración que como la vida avanza sinuosa retenida por los recuerdos y estimulada por los deseos.
Aunque el enigmático título ahí está, Un frío de nieve (Cold Enough for Snow). Podría hacer referencia a la frialdad en el trato entre madre e hija o a la premonición de que el fin de la madre se acerca, pues comienza a tener olvidos y ausencias, y, entonces, ahondar en la intimidad que ha querido abordar durante el viaje ya no será posible, la idea de que aún entre los seres más cercanos hay zonas que permanecen en penumbra si no directamente opacas a la mirada de los cercanos.
El lector se sumerge en la lectura y se deja llevar como la pluma que se desprende de una paloma y va cayendo lentamente meciéndose en el ritmo que la narración impone, cuya música despierta en él sensaciones que le hablan de la alegría de los pequeños placeres, de la conciencia de estar vivo.
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