Con humor candoroso, escribió que la «a» minúscula era como una persona con la cabeza gacha y los hombros caídos; que el ideograma para «luz», 光, recordaba a un arbusto de raíces profundas con las ramas extendidas hacia el sol; o que la exclamación 우우우 parecían o bien gotas de lluvia resbalando por el cristal de una ventana, o bien lágrimas deslizándose por las mejillas tras anegar las pestañas.
En Seúl, en el aula de una academia, al atardecer, un profesor escribe en la pizarra palabras y frases en griego clásico. Lo hace con mano temblorosa, ajustándose los gruesos cristales de las gafas para captar la luz que se está yendo. Al aula, entre alumnos, acude una mujer que con un lápiz igualmente tembloroso transcribe las palabras a un cuaderno. En capítulos alternos, vamos conociendo, en primera persona, la peripecia del profesor que ha vuelto de Alemania, donde ha dejado a su madre y a una hermana, para recobrar en Seúl la vida que le va faltando desde que sabe que va a quedarse ciego, y, en estilo indirecto libre, la de la alumna que tras la muerte de su madre y la pérdida de custodia de su hijo se ha quedado sin habla y que, en la lengua muerta, va buscando las palabras que le faltan para expresar su pesadumbre. Mientras el profesor se abisma en las sombras, la alumna junto a las frases de Platón va añadiendo las suyas propias creando pequeños poemas en griego.
Los dos hilos narrativos irán confluyendo hasta el momento climático en que el profesor, persiguiendo a un herrerillo, se despeña ciego por unas escaleras y la alumna lo rescata y lo lleva a su casa bajo una tormenta. En la habitación del profesor, mientras la lluvia arrecia tras la ventana, este da rienda suelta a un monólogo, sin saber si es escuchado, para liberar su tristeza. Ella ha salido hacia su casa sin que él lo sepa y a la vuelta, por fin, encuentran el modo de entenderse. Ella le toma la mano y escribe sobre ella. Después de eso se palpan el rostro y se acercan. Perdidas la vista y el habla, el oído y el tacto hacen de vía para aproximarse. Sensaciones nuevas que se expresan en forma de poemas, pues el flujo narrativo de la novela ha ido aligerando poco a poco la prosa para dejar paso a la levedad de la poesía.
Si la nieve es el silencio que cae del cielo, tal vez la lluvia sean frases precipitándose interminables.
Asistimos por distintos caminos, no al encuentro de una nueva sensibilidad, sino más bien al desvelamiento de lo que estaba medio perdido. Lo veo en el florecimiento del cine japonés y coreano, pero también chino, de la poesía y de la pintura. Si en el cine su manifestación es algo más ruda, pues lo protagonizan hombres, en la poesía y en la novela es más femenina. Hay una avalancha de escritoras en todas direcciones, pero por lo que interesa a la confluencia de lo femenino y lo oriental que es donde radica esa sensibilidad rescatada, hay algunas autoras que destacan. Jessica Au (lee su extraordinaria Un frío de nieve) y Han Kang son dos autoras premiadas. Otras, Kim Thúy, Aki Shimazaki o Can Xue. En ellas, la prosa como en la pincelada de la pintura japonesa se deshace en hilachas de poesía. En cuanto a la poesía propiamente dicha, para empezar, podrías sumergirte en la obra y en la vida de Keneko Misuzu:
"Esta mañana, en el fondo del jardín,
una flor derramó una lágrima".
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