miércoles, 3 de enero de 2024

Sobre la innecesaria hipótesis de Dios -II-

 



Acabo de ver a saltos las tres primeras temporadas de Happy Valley. Movistar. Seis capítulos cada una, no más. Es una muy buena serie, de las mejores. Una mujer policía de provincias -Halifax, en Inglaterra- se las tiene que ver con la naturaleza humana, sintiéndose ella de la misma condición, igual que yo, espectador conmovido. Mucho hemos aprendido desde la época en que el cine clásico -Hitchcock- acudía a las explicaciones freudianas o irracionalistas para explicar las psicopatologías. Las neurociencias nos están mostrando las causas motoras del comportamiento. La arquitectura de nuestro cerebro junto a la herencia genética activada y modeladas por el medio en el que nos desenvolvemos nos convierten en mecanismos complejos y distintos. La policía de Happy Valley no juzga, procura evitar que el mal se realice, aplica la ley y ayuda a quienes la naturaleza no ha dotado de suficiente fortaleza para superar los obstáculos que se les presentan, antes de que caigan o cuando ya han caído. Hay personajes que no podrán doblegar su instinto maligno, con quienes no se puede hacer otra cosa que apartarlos para que no sigan haciendo daño. Hay otros que merecen compasión y ayuda. Y está la imperfecta vida común de las gentes, con pocas alegrías y muchas penas; la difícil convivencia.


El mal y el bien anidan en nuestro corazón a veces separadamente, a veces revueltos. Como en la campana de Gauss hay pocos a un extremo y otro, la mayoría circula por un centro poblado e indiferente. Si la sociedad se mantiene de pie es porque unos pocos, como la sargento de Halifax, velan en lo más alto de la campana para que la humanidad prospere.


Como humanos dotados de inteligencia vamos sabiendo cuál es nuestra naturaleza. De las consecuencias civilizatorias somos los únicos responsables como humanidad. No hay nadie que nos supervise, nadie que repare nuestras imperfecciones o nos movilice. No cambiarían las cosas, si alguien distante nos observara, como la propia naturaleza sería neutral y ciego. Tampoco importaría que una vez disueltos en la nada alguien nos juzgase, y, dando una voltereta en la imaginación, nos recompusiese para vivir una eternidad iluminada o en un mundo en sombras. Por el lado de la vida de los hombres, la hipótesis de Dios es un lugar vacío.


Lo mismo sucede si buscamos un origen al cosmos. Si hubo un Big Bang a partir de nada, ¿cómo algo o alguien de nada podría haberlo puesto en marcha? ¿Y a sí mismo? ¿Cómo podría haber algo o alguien en nada, preexistente, sin naturaleza? Si ese algo-alguien fuese absoluto y su manifestación fuese la creación del mundo, entonces, como pensaba Spinoza, creador y mundo serían la misma cosa. No habría distinción entre naturaleza y Dios y, como hemos visto, nuestra vida le sería indiferente. La naturaleza no interviene, no para la guerra, no detiene al violento, sigue su curso. Si hay una inteligencia que la piense, si se vuelve autoconsciente, es fruto del discurrir, de su evolución.


Así que la hipótesis de Dios parece responder a la autocomplacencia o al temor. Una imagen de la mente con la que medirse, a la que aspirar, un espejo en el que reflejar nuestras obras en busca de premio o, entre sus brumas, atisbar el fuego en el que los malvados obtendrán un merecido castigo para que nuestra recta vida tenga sentido.


Sin embargo no puedo dejar de observar la gloria del concepto. Lo que el hombre ha hecho bajo su influencia. Me estremezco con quienes se fundieron con la gracia que creyeron recibir. Tampoco el arte y las lágrimas brotan del misterio, sino de una combinatoria que iremos poco a poco comprendiendo, reproduciendo, mejorando.



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