lunes, 22 de enero de 2024

Komorebi (Perfect days)

 



"El idioma japonés tiene un nombre especial para estas apariciones fugitivas que a veces surgen de la nada: komorebi, la danza de hojas cayendo como un juego de sombras, creado por una fuente de luz allá afuera en el universo, el sol".


Si uno se queda hasta el final en la sala y deja correr los títulos de crédito verá aparecer un cartel con la frase de arriba, con la que Wim Wenders quiere darnos la clave para entender la película que hemos visto. ¿Y qué hemos visto? En Perfect days los días se repiten como en El día de la marmota. Hirayama cada día se levanta a la misma hora, recoge el edredón del tatami, riega los brotes de árboles que ha ido recogiendo y trasplantando en su pequeño invernadero, saluda al cielo con una sonrisa, coge una lata de café del dispensador de al lado de casa y con su pequeña furgoneta azul, donde lleva los trastos de limpieza, se dirige a su trabajo, la limpieza de los baños de Tokio. Como un buen profesional, lo vemos incansable y bien humorado sacar brillo al váter al lavabo a las paredes al suelo. Al acabar su jornada realiza siempre las mismas rutinas: la bebida que le ofrecen en un local por el trabajo bien hecho, la cena y de vuelta a casa la lectura atenta de un libro: William Faulkner, Patricia Highsmith, Árbol de la poeta japonesa Aya Kōda. Las rutinas de los días se repiten, pero cada uno a su manera, variando continuamente.


Hirayama colecciona cintas de casete de los años sesenta y setenta, que escucha cuando va al trabajo en su furgoneta: Lou Red, Van Morrison, Eric Burdon, Patti Smith, Nina simone. Una música alegre optimista que le inyecta vida. Cada día se va encontrando con las mismas personas con las que apenas habla aunque escucha lo que le tengan que decir: un joven al que supervisa en la limpieza de los baños, un hombre que abraza árboles en el parque, una mujer que toma el sándwich a la misma hora que él, otra que lleva el local donde se toma el refresco cada tarde, un par de hombres que se bañan como él por las tardes en un humilde spa. Hirayama lleva consigo una vieja cámara de fotos y de vez en cuando mira las copas de los árboles para ver como el viento las mueve y si nota alguna variación las fotografía, las copas de los árboles o su sombra en las paredes o en el suelo, porque sabe que aunque los días pasan rutinariamente cada uno de ellos es distinto. En su modesta casa, en un armario, guarda las fotografías que le han llamado la atención.


Hirayama es un hombre solitario que no rehuye a la gente. De hecho se la encuentra cada día y la atiende. Incluso un día recibe a una sobrina a la que durante un par de noches cede su tatami hasta que viene a buscarla su madre con la que no se lleva muy bien. El rostro de Kōji Yakusho, como las hojas de los árboles que fotografía, va reflejando la luz y las sombras cambiantes, los instantes de dicha y de tristeza, no en vano recibió el premio al mejor actor en el último festival de Cannes.


Wim Wenders ha querido reflejar en esta película el espíritu japonés, la levedad de la vida. Lo importante de lo que nos sucede está en la superficie de las cosas. El saludo, la mirada, las palabras, las luces, las huidizas sombras. Durante las dos horas que dura la cinta uno vive con la sensación de que la humanidad ha alcanzado la bondad y que la armonía es universal, que la vida, toda vida merece la pena. Ay.


Hirayama me recuerda al conductor de autobús de Paterson donde Jim Jarmusch recreaba la poesía de William Carlos Williams. Al final, el pasado 2023 nos habrá dejado un puñado de buenas películas. Esta es una de ellas.


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