miércoles, 13 de diciembre de 2023

Suplantación

 


Se ha banalizado tanto la opinión que ya nada vale, ninguna vale. Los hechos a los que la opinión se refiere vagan por el mundo como tablas a la deriva en el océano. Ocurra lo que ocurra nada parece engarzado en una continuidad que le dé sentido. Ni los hechos que producimos aparecen dirigidos hacia un punto al que se quiera llegar. Porque no hay dirección, sino mera flotabilidad, sustentarse sobre la tabla a la deriva. Si todas las opiniones valen lo mismo, es decir nada, es porque no hay una figura de autoridad, alguien que diga la palabra justa, sin sobrantes, sin escoria, alguien en quien creer porque tiene claro adónde ir.


Un día de esta semana, un hombre reunió a toda su gente, los que se dicen principales del país, quienes están a cargo de los asuntos, quienes deben hacer cosas para llevarnos a un sitio mejor (decir que nos saquen del pestilante pozo en que nos encontramos sería inapropiado) y quiénes deben contárnoslas, es decir, opinar sobre su bondad o maldad; reunió a todos ellos en una sala importante de la capital, limpia, bien iluminada, con las cámaras emitiendo en directo, los rostros sonrientes, chistosos. Lucía el hombre un traje para la ocasión, bien cortado, brillante, reflectante mejor, cegador casi; llegaba luciéndolo, luciendo ese porte inigualable, los rostros girados hacia el sol, las palmas haciéndose eco del momento.


¿Qué? La excusa para la concentración era un libro, en cuya portada aparece su nombre, un libro que él no ha leído ni nadie leerá. Sentado en el centro del escenario con los focos refulgiendo sobre él, abrió la boca y emitió, hubo risas sincronizadas y aplausos sincronizados; a su lado, el hombre que más empeño puso en vaciar de contenido la televisión: hacía como que preguntaba para que él pudiese hacer como que respondía. El lugar el día la hora exacta en que el sentido se fundió. Las palabras rompieron el último lazo que las conectaba con las cosas. Lo que sucedía ante los ojos de quienes quisieron mirar era nada.


Es penoso traducir, tratar de ver un significado oculto cuando no lo hay. El rey de las monarquías europeas es un significante vacío de contenido. Solo tiene valor como símbolo o emblema. La persona que ocupa el puesto de rey es indiferente que sea hombre o mujer, viejo o joven. Lo único que importa es que esté. No decide no fija no orienta, simplemente está, como conector entre una época y otra, entre una legislatura y otra, entre un presidente ejecutivo y otro. Ese lugar sin lugar ya está ocupado en España. Lo que ocurrió el otro día en ese salón de la capital fue una simulación, la voluntad de ocupar ese no lugar, de suplantar -alguien podía haberlo estado esperando con una capa de armiño y una corona-, por eso, ayer, cuando se discutía la ley más importante de la legislatura, él no sé presentó para defenderla. Se ausentó. Cómo se ausentaría un rey.





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