jueves, 14 de diciembre de 2023

El arte de coleccionar moscas, de Fredrik Sjöberg

 


El mundo está lleno de alfabetos que no sabemos deletrear: minerales, químicos, genéticos, micélicos; nos falta entrenamiento o simplemente sentidos que no poseemos o que hemos descartado o no tenemos aún. Somos analfabetos de la naturaleza. Apenas dominamos un idioma humano, quizá alguno más, y nos creemos capaces de desvelar los secretos del mundo. Hay quien desde el sofá de su casa ha visto miles de documentales sobre la naturaleza. Contemplamos con embeleso las imágenes ordenadas bajo la cadencia de la música de fondo, la voz comprensiva y seductora del narrador y sus claros contrastes: la voz, el canto distinto de petirrojos acentores zorzales verderones agateadores y chochines que van llegando al bosque cuando se enciende la primavera. En los ribazos del camino nos distraen y maravillan los colores de las flores cuyo nombre no sabemos deletrear, hasta que sobrevolándolas llegan los insectos -así en genérico, qué sé yo de su taxonomía-, al principio graciosos en su revoloteo y luego tan molestos, tan persistentes en su zumbido alrededor de nuestros brazos y cuello desnudos. Pero qué sucede cuando con mucho esfuerzo nos levantamos del sofá y damos un paseo por el bosque sin narrador que nos lo cuente. Fuera, el sendero se oscurece cuando nos adentramos en el pinar o el hayedo y, cuando ascendemos y salimos a la luz, se llena de espliego y romero pero también de escobas y zarzales hasta hacerse impenetrable, es decir, lo percibimos escrito en una lengua extranjera, cuando creíamos que con una o dos abstracciones ya podíamos anticipar la señales del fin del mundo.




Esta belleza, por ejemplo, el gnorimus nobilis, captada por un fotógrafo más enamorado de su ojo y de su cámara que del bicho que tenía delante, es cosa distinta cuando lo vemos en el sendero, tan cerca de nuestra bota que no nos importaría oír el crujido de la quitina quebrándose. Sin embargo para el ojo experto de quien domina el lenguaje de los coleópteros: "El color de fondo del ala es un oscuro azul-verde-azul, semejante a una tinta en su composición cromática y sobre este fondo centellean las manchas de un carmín intenso" (Harry Martinson).


Dice Sjöberg en su libro, El arte de coleccionar moscas, que "aprender a leer la naturaleza es un ejercicio infinito", así que para nosotros, tan amantes del sofá, de los documentales de la 2 y de las abstracciones, es difícil que podamos dedicar el suficiente esfuerzo para iniciarnos en él. ¿Cuánto tiempo estaríamos dispuestos a gastar esperando a que sobre la genciana blanca viniesen a posarse las dos especies impresionantes del género spolomyia y a relacionar su presencia con la cercanía de árboles viejos carcomidos y dignos de preservación, tal como explica Sjöberg?





Yo, por ejemplo, distingo y me entusiasmo cuando yendo en bici una alondra me sobrevuela un largo trecho pero nunca me había parado a pensar que por estos pagos hay dos alondras, la común y la ricotí, la Alauda arvensis y la Chersophilus duponti.


Y cómo podría uno imaginar que hay moscas de tantas especies y géneros, no solo la común que todos conocemos, la Musca doméstica, sino que entre ellas están los sírfidos o moscas de las flores, que no solo adoptan las formas de avispas y abejas sino que liban en las flores como ellas. Especies que se ocultan durante años y de pronto reaparecen sin una aparente explicación, tal la Eumerus Grandis. El especialista un día resuelve el misterio:


El Eumerus grandis es una de esas moscas misteriosas que se encuentran en toda Europa pero que no son frecuentes en ninguna parte, al menos, que se sepa. A lo mejor vuelan en enjambres en ciertos lugares sin que nadie las vea. Mientras no se sepa de qué planta se alimentan no se sabrá dónde hay que buscar. O, mejor dicho, mientras no se ‘supo’. Ahora ya se sabe. Yo lo sé. Un día, mientras estaba sentado en la hierba, vi una hembra que se comportaba de un modo sospechoso cerca de la base de una genciana blanca reseca que salía de la grieta de una roca. Era como si corriera en círculos sobre el suelo, como pollo sin cabeza. Presentó este comportamiento durante media hora, antes de alzar el vuelo. Entonces miré con la lupa la hoja sobre la que había estado corriendo y vi unos huevos tan pequeños que eran casi invisibles.


Es más, como antes lo eran los líquenes y los hongos -aún lo siguen siendo-, parece que ahora los sírfidos son buenos indicadores de la salud ambiental de entornos protegidos como los humedales, los prados, las selvas vírgenes o los mismos parques.



En paralelo con su aventura entomológica, sírfida habría que especificar, Sjöberg nos presenta a un personaje, René Malaise, un coleccionista sueco famoso por la trampa atrapa insectos que lleva su nombre y como viajero entomólogo que llenó de especies nuevas los museos naturalistas de su país. En sus días más sedentarios se aprovechó del desbarajuste de la guerra mundial para convertirse en coleccionista de obras de arte. Sjöberg es uno de esos escritores de la estirpe de quienes merodean alrededor de un personaje misterioso o poco conocido, mostrando indicios más que hechos, con lo que desata la imaginación del lector sin que en ningún momento quede satisfecho su apetito. Pero Sjöberg no se conforma con la historia de Malaise, divaga en torno a las coleccionistas de bichos y en especial de sírfidos, con alguna incursión en los tentredínidos, y aunque es interesante todo lo que cuenta a veces se pierde y con él el lector en la divagación, divagación erudita, eso sí. El mayor valor de este libro son las sugerencias, las incitaciones a leer, a coleccionar, a alentar en nosotros la intriga del conocimiento, con un rumor de fondo: ve despacio, en la lentitud está el sentido. Lo que me ha llevado a la lectura de dos libros valiosos: La lentitud de Kundera y el Utz de Bruce Chatwin.


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