viernes, 15 de diciembre de 2023

Anatomie d'une chute (Anatomía de una caída)

 


Una casa alpina en lo alto de la montaña. Nieve alrededor. En la amplia casa de madera, bastante desordenada, cuando una joven periodista la abandona porque el atronador sonido de un equipo de música, que viene de arriba, impide la entrevista que hacía a la mujer, escritora, quedan una pareja de adultos, un niño ciego y un perro. El niño sale a pasear con el perro. Cuando vuelve encuentra a su padre tendido boca abajo sobre la nieve con un rastro de sangre. Todo indica que se ha precipitado desde la buhardilla, cayendo sobre un cobertizo donde hay trazas de sangre.


A lo largo de la película (150') hay sutiles indicios que predisponen al espectador: la sensual atmósfera de la primera escena, la de la entrevista, una risa floja, una frase suelta, un llanto no demasiado creíble, unas cuantas incoherencias. Por encima de todo está el niño, que sufrió un accidente que afectó a su nervio óptico y que lo invalida parcialmente. La pareja se flagela mutuamente por el hecho: ha cambiado sus vidas, atados a la incapacidad del niño, impotentes en parte para llevar a cabo sus proyectos vitales; la culpabilidad les atormenta. En el juicio saldrá, grabada, una larga disputa, algo teatral, que termina mal.


El joven abogado, que una vez estuvo enamorado de la mujer a la que defiende, ha de convencer, sin mucha fe, al tribunal de que lo que ocurrió fue un suicidio, de modo parecido a como la directora y guionista de la película ha de llevar al espectador a que lo crea, más allá de su predisposición. No hay pruebas ni testimonios solo indicios, indicios que hacen verosímil las dos posibilidades: que fuese un suicidio o que la mujer lo precipitase. Las dos posibilidades pugnan en la mente del niño que no asistió a la escena y que ha de imaginarla cuando se le invita a prestar testimonio ante el tribunal. La circunstancia del niño, su desvalimiento, será decisiva.


Así que Anatomía de una caída es puro cine, cine clásico, del que parecía que nos habíamos olvidado. No es extraño, por tanto, que se llevase la Palma de oro del último festival de Cannes. El sutil juego entre lo que intuimos o creemos que pasó y lo que se nos intenta hacer creer que pasó bien la merece. Es cine, pero es lo que sucede estos días en la realidad de la política: la colisión entre lo que vemos y lo que se nos dice que hemos de ver. Muchos recuentos en revistas especializadas la sitúan entre las mejores del año. 



El placer de la comprensión, el arte del cine, el arte del desdoblamiento alcanza su plenitud si atendemos a los ecos que rebotan en nuestra memoria. Hay que ver inmediatamente Anatomía de un asesinato porque casi todo lo que está aquí estaba en la vieja (1959) película de Otto Preminger. Preminger necesitó algo más de metraje (160') para un arte quizá menos sutil pero igualmente perfecto: desde el principio sabemos quién es el asesino, que mató a sangre fría, que es violento y que, sin embargo, tanto el abogado como el director y guionista hacen lo posible por convencer al tribunal y al espectador de que merece ser liberado de la condena.


Es probable que en ambos casos el espectador vea el guiño y lo devuelva. Sin embargo, tengo mis dudas de que el público de hoy se revuelva contra el artificio impulsados por un principio moral. Si fuera así, ambos directores, Justine Triet y Otto Preminger, habrían triunfado en su arte -el artificio técnico- pero habrían fracasado en lo más importante, el impulso moral.




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