sábado, 18 de noviembre de 2023

Sarrià musical (oasis)




 Dejamos la gran arteria cuando el sol ya se ha hundido en el horizonte. Estudiantes en una y otra dirección salen o entran en facultades. No hay mucho tráfico para ser viernes. Nos adentramos por las calles peatonales del barrio, casi vacías, hasta que nos acercamos al núcleo. La iluminación es tenue pero suficiente; las luces de las tiendas, que se desparrama al exterior -fruterías con cestos de fruta en cascada, con piezas brillantes y coloridas y precios no demasiado tentadores, pastelerías de amplios ventanales-, contribuyen a que el ambiente será cálido y el paseo agradable. A través de un ventanal vemos a un puñado niños, alrededor de una gran mesa rectangular, figurando y desfigurando trozos de barro antes de que sus monitoras los conviertan en objetos cerámicos; en otro de similares características los niños se inclinan sobre pequeños recipientes con pintura que con los dedos o con pinceles llevan a pequeñas telas cuadradas con bastidor. Los pisos con amplias terrazas dejan ver apartamentos espaciosos, abiertos a la mirada curiosa, decorados de modo sencillo pero no austero. Diseminados, aparecen un palacete de aire medieval con finas columnas en sus ventanas góticas, otro modernista con fachada serigrafiada, y otro más de gusto ecléctico cuando un fabricante del XIX quiso exhibir su riqueza recién adquirida.


El paseo nos habla de la antigüedad del barrio, de la vida acomodada sin interrupción. En la plaza alargada de la iglesia y el ayuntamiento grupos de jóvenes conversan con voces pausadas en las terrazas de los bares como si no fuese noviembre. Lo desagradable que pueda suceder en el mundo no llega hasta aquí. No hay papeles, ni colillas, no hay ningún fentanilo tirado en el suelo, ni siquiera se ven rostros extraños, un africano, un latino, un asiático, quizá por la mañana cuando lleguen los repartidores o vengan a primera hora las asistentas y cuidadoras o por la tarde, mientras hay luz, los que arrastran los carritos de los ancianos. Solo se oye el idioma local, musitado nunca gritado. Quien no querría proclamar que esta es la vida que uno querría vivir con independencia.




Se celebra un pequeño concierto en el sótano habilitado de un antiguo palacete con jardín, reconvertido en centro cívico. El lugar es hermoso, restaurado generosamente, la tarde espléndida. Fuera, en los jardines, hay una exposición de fotografías en blanco y negro con firmas que suenan a los nombres que la historia del barrio ha acuñado, nombres que se repiten en los libros de historia de la ciudad, en la gente señera que aún tiene cosas importantes que decir y vindicar. Mientras esperamos a que llegue la hora, tomamos un café en el bar del palacete. En un par de mesas, jubilados juegan partidas de dominó; a nuestro lado chicas jóvenes, sonrientes y tranquilas toman refrescos, en otras tres amigas susurran historias de otras amigas, todos con ese aire familiar de pertenecer a un lugar que sigue siendo el mismo que hace al menos dos siglos. Quién podría alterar la calma y felicidad de este oasis.


Dos jóvenes, una larga y estirada, otra más baja y ancha, una elegante y otra casual, con apellidos que las paredes del local devuelven como ecos de un pasado que se replica, ponen voz y cuerpo a una música moderna, electrónica, internacional -"conceptual, en torn la pèrdua, el dol i les formes d'expressar-ho… composicions experimentsals situades entre el clàssic i el mainstream íntim”, en sus palabras-, con una pantalla de fondo con nubes y sombras que danzan en la noche indefinida. La cantante de una belleza extraña, como de pájaro, como su música, difícil de aprehender, quizá por su atención dividida entre el instrumental electrónico y su inmersión en las canciones que va cantando. El público no muy numeroso en la pequeña sala aprecia el esfuerzo y aplaude.


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