domingo, 19 de noviembre de 2023

Carlos Marx y un nuevo amanecer

 



Cuando Marx y Jenny llegaron a París en 1842 vieron la efervescencia revolucionaria en los círculos de Cabet, Lamennais, Proudhon y Weitling, donde se defendía el socialismo utópico, el cristiano o el comunista. Él que analizaba la religión como el opio del pueblo se asombró cuando vio que los comunistas locales le decían que 'el cristianismo es el comunismo'. Pronto se dio cuenta que aquellos teóricos de café jugaban con abstracciones, el comunismo que ensalzaban era una abstracción dogmática, un reciclaje de ideas que provenían de la fracasada conspiración de los iguales de Babeuf, en 1796. Para Marx, el comunismo debía elevarse por encima del deseo envidioso de nivelar y confiscar. La riqueza acumulada por la sociedad capitalista junto con los avances científicos y tecnológicos debían ser la palanca que impulsase el potencial humano con el objetivo de alcanzar la emancipación en todos los ámbitos. Sin embargo en la monarquía democrática y constitucional de Luis Felipe, en Francia, donde se garantizaban los derechos y la propiedad, Marx y Jenny lo que veían en la calle era miseria, pobreza y desigualdad, igual que antes de la revolución. Se volvieron radicales, pero ¿radicales en el sentido de Robespierre y Saint-Just, que creían que la revolución debía crear una fe colectiva que sustituyese a la religión? Las religiones no deben reproducir supersticiones propias, ¿qué necesidad hay de espejismos reconfortantes?, preguntaba Marx, Por otro lado, el terror de los jacobinos se había demostrado inútil. Había que estudiar cómo habían funcionado las cosas en la historia; para ello Condorcet y los economistas escoceses podrían ser más útiles que el socialismo utópico que se debatía en los cafés parisinos. Con veinticinco años, Marx se propuso crear la ciencia que liberaría al proletario.


Marx, contra los utopistas, tenía su propia utopía: un Estado que aboliese la distinción entre gobernantes y gobernados, sin aparato coercitivo, una comunidad de hermanos, donde la 'administración de las cosas' sustituiría a la política. ¿Pero cómo se conseguía esa hermandad si los seres humanos estaban agobiados, eran solitarios, oprimidos, egoístas y envidiosos? Marx tenía fe en que el cambio revolucionario superaría las identidades, como él se había emancipado del judaísmo. Las identidades desaparecerían si se eliminaba de raíz el problema: el capitalismo. Pero, qué hay debajo de las identidades, cuál es la esencia del hombre. La identidad esencial del hombre, pensaba Marx, es la del homo faber, la especie que crea, en el trabajo y en la consumación del deseo: la familia, el entorno, la cultura, el hábitat y la historia. El objetivo último de la revolución es liberar en todos los hombres y mujeres la creatividad.


"La crítica de la religión es la premisa de toda crítica". Los hombres están ciegos a los grilletes que llevan en los pies y en la mente. Ya no se puede albergar un consuelo en la otra vida; firme creyente en la revolución que acabará con el orden existente, Marx cree que la libertad traerá un nuevo amanecer. La revolución parecía inminente en el verano de 1845, cuando Engels llevó a Marx a Inglaterra para que viese de cerca el nuevo proletariado industrial de Manchester. Hermanos de los viticultores de Renania, de los tejedores de Silesia, de los revolucionarios de Italia y Suiza. En 1847, un grupo de artesanos ingleses, reunidos en el pub Red Lion, en Londres, le piden que redacte una proclama. Engels propone que se llame ‘catecismo revolucionario’ pero Marx, contrario al lenguaje religioso, prefiere Manifiesto comunista. El capitalismo estaba arrasando todo lo que Marx detestaba: la política nostálgica de los artesanos, las beaterías consoladoras de la Iglesia, el oscurantismo de las monarquías europeas.


Todo lo que se creía permanente y perenne se esfumaba. La historia se aceleraba, el capitalismo estaba cabando su propia tumba, creando sus propios sepultureros. Marx se fue a Colonia a participar en la inminente revolución en Alemania. El Manifiesto captó el espíritu ambiental, la esperanza, ilusión y rabia que en 1848 llevaría a las barricadas. Richard Wagner captó algo parecido en Arte y revolución, publicado en 1849: la crítica al cristianismo, la denuncia de la alienación del trabajo asalariado, la llamada a una revolución humana que liberase de la esclavitud a los trabajadores y a los artistas. La euforia duró poco, los levantamientos obreros, aplastados. Al ver el ascenso al poder del risible Luis Napoleón Bonaparte, tras el fracaso de la revolución, Marx dijo que la historia de la Revolución Francesa se repetía primero como tragedia y luego como farsa. Wagner se refugió en Suiza, Marx y su familia en Londres. Resume Michael Ignatieff, En busca del consuelo, que mientras Marx sobrevivía a duras penas haciendo de periodista, Wagner triunfó con su tetralogía del Anillo en Bayreuth. "En lugar de una revolución en la política, Wagner ofreció a la siguiente generación una revolución en el arte, que dio a la ópera y a la música el vasto proyecto de redención y consuelo que la religión había asumido en su día".


Tras la muerte de Jenny, Marx llevo mal la soledad; le confesó a su hija que "solo hay un antídoto para el sufrimiento mental, y es el dolor físico". Marx murió en 1883. Engels, ante 12 personas, en el cementerio de Highgate, proclamó que Marx era el padre de la revolución europea y el creador de una ciencia de la sociedad que rivalizaba con Darwin.


"Ciento cincuenta años después, escribe Michael Ignatieff, su visión, la que había elaborado en París con Jenny a su lado, sigue siendo la única utopía que sigue en pie... Su utopía es un mundo más allá de la necesidad de consuelo... Su visión inspiró a trabajadores y trabajadoras, que lucharon y murieron por ella durante los siguientes 150 años. Fue el intento más duradero de trascender la religión y sustituir sus consuelos por la justicia en este mundo... Sería mejor preguntarse si un mundo más allá del consuelo es un mundo deseable".


(Este texto es un resumen del capítulo dedicado a Marx en En busca de consuelo, de Michael Ignatieff)



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