lunes, 27 de noviembre de 2023

La buena muerte

 


Cicely Saunders

"En lugar de creer, como solemos hacer, que la muerte es el momento más solitario de nuestra vida, Saunders entendió que era uno de los momentos más públicos y sociales de nuestra existencia y que exigía un marco institucional que respetara su carácter social, familiar y público. Comprendió no solo que los moribundos necesitaban un lugar en el que fuera posible el consuelo, sino que los moribundos querían utilizar sus últimos días para consolar a los demás y que dar consuelo era indispensable para recibirlo”.


Ignatieff dedica el último capítulo de su libro a la enfermera y luego médico Cicely Saunders a quien considera el apóstol de la buena muerte, la creación de los cuidados paliativos en los años 60. Dedicó cincuenta años e identificar los componentes necesarios para una buena muerte: el alivio del dolor, un entorno contemplativo y sereno, la presencia de los seres queridos, el tiempo para reflexionar sobre la trayectoria vital y la perspectiva del fin del sufrimiento.


El consuelo, el sentido de la vida que uno necesita, es diferente para cada persona. Al final de su libro Ignatieff dice que es un don, una gracia que uno recibe y no siempre merecemos, aunque es posible, como Max Weber pensaba, que se pueda trabajar a lo largo de la vida para conquistarlo y merecerlo, que haga que nuestra vida valga la pena. Aparte del inconsolable dolor de la pérdida de un hijo, la pérdida de los padres quizá sea al momento decisivo para enfrentarse y aceptar la muerte: constatamos que es inevitable que las personas que más queremos nos dejen para siempre y que también nosotros estamos de paso y nos llegará el momento. Mi padre murió joven; él vivía en Burgos y yo en Barcelona. Arrastró una larga enfermedad pulmonar. Yo acababa de tener mi primer hijo. No pude asistir a su muerte, aunque no murió solo. A menudo me he reprochado no haber estado allí. También tuve mala suerte cuando mi madre murió. Lo hizo con 93 años y se podría decir que de muerte natural. Mala suerte porque coincidió con el año del covid. Estuve cerca de ella en sus últimos años, fui testigo de su deterioro, cuando fue perdiendo progresivamente la conciencia y aumentando su demencia senil: conversaba con ella, le hacía recordar. Las últimos semanas estuvo en un hospital de cuidados. Me dejaban visitarla cada día. Yo le contaba lo que veía a través de la ventana, lo que estaba sucediendo en el país. Ella apenas tenía algunos momentos de lucidez. Sus últimos momentos coincidieron con el período de encierro en nuestras casas. Me dejaban visitarla una vez a la semana y cuando ya se preveía el desenlace me llamaron para que me despidiese de ella, con el tiempo tasado. Estaba inquieta apenas decía palabras inteligibles, murmuraba mientras yo tenía sus manos en las mías. Me pareció que su cuerpo agitado quería decir algo. Me marché con la sensación de no haber cumplido, de dejarla sola en su despedida. Aún la tengo. Me resulta doloroso recordarlo y escribir sobre ello.


"Se tarda un tiempo en aceptar la sensación de solidaridad incipiente con el resto de la humanidad que empieza a brotar cuando entregas tu salvoconducto, cuando te das cuenta de que tus anteriores proclamas progresistas de solidaridad abstracta habían sido falsas, cuando finalmente te percatas de que estás unido a los demás en un destino común. Pero comprender todo esto constituye una parte inevitable del proceso de envejecer y se convierte en una especie de consuelo”.


Michael Ignatieff acaba con Un regalo, un poema Czesław Miłosz que pone como ejemplo de lo que es sentirse consolado, a pesar de todas las pérdidas, el regalo de la vida:


Qué día tan feliz.

Se disipó la niebla temprano, yo trabajaba en el jardín.

Los colibríes se detenían sobre las madreselvas.

No había nada en la tierra que deseara tener.

No conocía a nadie que valiera la pena envidiar.

Olvidé todo el mal acontecido.

No me avergonzaba pensar que era el que ahora soy.

En el cuerpo no sentía ningún dolor.

Al incorporarme, vi el mar azul y unas velas.




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