sábado, 25 de noviembre de 2023

Havel y el autoexamen

 



"Desde luego, la esperanza no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, con independencia de cómo acabe saliendo". (1986, Cartas a Olga)


Si recordamos la primavera de Praga, 1968, recordaremos el comunismo de rostro humano que se demostró imposible y los tanques en las calles de Praga. Seguramente, también recordaremos a dos personajes de aquella época. Milan Kundera al que asociamos con La insoportable levedad del ser y Václav Havel, el hombre de teatro que llegaría, tras pasar por la cárcel, a presidente de la República tras la caída del muro. Michael Ignatieff los contrapone en el capítulo que les dedica. Dos actitudes ante el totalitarismo. Kundera, el escapista que se refugió en París, hace decir a uno de sus personajes que firmar manifiestos es inútil, no se consigue liberar a nadie. Eso ocurría mientras Havel, después del 68, hacía circular peticiones de liberación de presos políticos. Kundera se exilió en París en 1975; poco después Havel y otros intelectuales y artistas del país firmarían la famosa Carta 77 que les llevaría a la cárcel. No eran optimistas, pero desde la cárcel Havel escribiría a Olga, su mujer, una serie de cartas. De una de ellas es la cita que antecede.


No somos optimistas sobre la caída del régimen pero lo que hacemos tiene sentido, venían a decir. Lo escribió en 1986 poco después del éxito internacional de La insoportable levedad del ser (1984) donde Kundera manifestaba la inutilidad de la disidencia. Kundera había sucumbido al fatalismo; propugnaba una resignación escéptica. Havel insistía en que las peticiones cambiaban las cosas, ayudaban a sobrevivir a quienes seguían en la cárcel. La historia pensaba Havel la hacemos entre todos, podemos influir en su curso, cada cual a su manera.


Los sábados por la noche, cansado de los duros trabajos a que le obligaban en la cárcel, cuando disfrutaba de un momento de tranquilidad, Havel escribía las cartas a su mujer, Olga. En esas cartas Havel reflexiona sobre la responsabilidad, que debe ser la base de la vida. "La responsabilidad crea la identidad, pero no somos responsables debido a nuestra identidad, sino que tenemos identidad porque somos responsables", escribe comentando un texto de Emmanuel Levinas, un judío filósofo francés que había sido encarcelado por los nazis. ¿Que nos hace actuar correctamente, por ejemplo, pagar la entrada del metro aunque no haya nadie que nos vigile? Quien me mira "no es Dios sino ese compañero íntimo-universal mío, que a veces es mi conciencia, a veces mi esperanza, a veces mi libertad y a veces el misterio del mundo".


La relación entre Havel y Olga es una historia de infidelidades y de seguridad. Olga, a la que conoció a finales de los 50 cuando era acomodadora de teatro, tres años mayor que él, un adolescente aprendiz de tramoyista, era una roca para el voluble Havel, sobre todo en el momento de su mayor desesperación. Havel había topado con un hábil interrogador ante el que confesó cosas inconfesables que, al salir de la cárcel, le llenaron de vergüenza y de íntima desesperación al perder crédito ante los ojos de los disidentes, porque comprometía su autoridad moral como portavoz del movimiento. Solo Olga se imaginaba lo profundo de su desesperación.


Cuando Havel decide publicar las cartas, lo que anhela es el perdón, reconciliarse con Olga y reconciliarse con la disidencia. Sin embargo, cuando salió de la cárcel, en 1983, con la intención de "vivir en la verdad" no cambiaron los elementos de carácter de los que decía haberse arrepentido. Siguió siendo infiel a Olga, aunque nunca la dejó porque veía en ella su roca, su confidente y su juez. Havel, a su modo, también era escéptico, cuando le hicieron presidente sabía que los seres humanos hacen su historia, pero no como pretenden, ni siquiera como esperan. Fue presidente más años de los que la prudencia podría haberle aconsejado, 13. Le llovieron premios y doctorados de todo el mundo, "Se sintió eufórico por la oportunidad de marcar la historia”, comenta Ignatieff, aunque se reservase la mirada de espectador.


Durante su presidencia, la República checoslovaca se partió en dos. Olga murió, se casó con una actriz mucho más joven, sus discursos se volvieron defensivos y formulistas, nadie le hacía caso o se burlaban de él. Al dejar la presidencia, en 2003, los americanos le dieron un despacho en la Biblioteca del Congreso y una casa en Georgetown. Solitario, en sus últimos años se recluyó en su casa de campo, meditando sobre su vida, preparándose para ser juzgado, para ser pesado en la balanza:


"Me preparo constantemente para el último juicio, para el más alto tribunal del que nada puede ocultarse, que aprecia todo lo que hay que apreciar y que, por supuesto, se fijará en todo lo que no esté en su lugar".


(Este texto es un resumen del capítulo que Ignatieff dedica a Havel en su libro)




No hay comentarios: