miércoles, 15 de noviembre de 2023

Condorcet y la historia como relato moral



 

El marqués de Condorcet fue un matemático dotado que hizo carrera al amparo de D’Alembert, uno de los directores de L’Enciclopedie, con asiento en las principales academias de Europa. Luego le tentó la política con el ministro Turgot, en la época de Louis XVI. Cuando llegó la revolución de 1898, su espíritu reformista se enroló con los girondinos, junto al periodista Suard y el abate Sieyès, la tendencia moderada de la revolución. Condorcet fue el alma de la primera constitución, se opuso a la pena de muerte del rey y al radicalismo de los jacobinos, por lo que tuvo que esconderse para poner a salvo su cabeza.


Como inquilino de Madame Vernet, separado de su mujer y de su hija, mientras los jacobinos lo buscaban para llevarlo a la guillotina, Condorcet, a toda prisa, escribió 'El bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano'. La visión histórica del marqués de Condorcet, el nombre con el que se le conoce, aunque renegó del titulo y prefería que le llamasen por el nombre de familia, Caritat (Marie-Jean-Antoine Nicolas de Caritat), era la opuesta a la de Rousseau. Gracias el ingenio inagotable de la razón el hombre ha ido extrayendo los secretos de la naturaleza, haciendo retroceder la escasez y la ignorancia y avanzar el progreso, la igualdad y la libertad, la verdad y la felicidad. Por el contrario, Rousseau creía en el constante deterioro desde una edad de oro primigenia hasta la actual tiranía y desigualdad. Condorcet era el optimismo de la Ilustración frente al pesimismo resentido de Rousseau. Si Condorcet era el alma reformista de la revolución, Rousseau se encarnó en Robespierre y Saint-Just, los jacobinos.


Condorcet vivió un momento parecido al nuestro. Como ahora Internet, la imprenta fue una explosión de conocimiento y de libertad de expresión: hizo imposible ocultar la verdad e impedir su difusión; la imprenta creó una sociedad civil cosmopolita de hombres y mujeres libres cuyas opiniones servían de freno al poder de los tiranos y a las supersticiones del clero. Condorcet era, como lo había sido Hume, intransigente con la superstición religiosa. Si la fe es un consuelo, solo puede ser falsa; sin embargo, no se preguntaba si eso mismo podía aplicarse al optimismo ilustrado y sus falsas esperanzas.


Como Kant, Condorcet creía que en el futuro toda la humanidad abrazaría la libertad republicana, como Adam Smith, que la modernidad capitalista liberaría a la especie de la escasez y el hambre, que la medicina vencería algún día a las enfermedades, que los hombres no morirían antes de tiempo, que la ciencia, la industria y la economía política pondrían la abundancia al alcance de todos y que, emancipados por el conocimiento, los seres humanos vivirían en libertad y en paz, y la guerra, azote de la civilización, desaparecería.


En los días de persecución, Condorcet se refugió en la escritura de la historia, que veía como un relato moral, un ejercicio de consolación. Inseguro, abandonó el refugio de Madame Vernet, para salir fuera de París, confiando que su antiguo correligionario el periodista Jean-Baptiste Suard lo acogería en su casa. No fue así. Enfermo, famélico, agotado, vagabundeó por las afueras de la ciudad, durmió al raso y dos días después, con apenas 51 años, murió en una humilde posada, el 29 de marzo de 1794. 


(Este texto es un resumen del capítulo dedicado a Condorcet en En busca de consuelo, de  Michael Ignatieff)


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