domingo, 15 de octubre de 2023

Yihad en Estambul

 


Todos los días amanece pero cada día lo hace a su manera. Hoy la luz se expande lenta y suavemente, la mañana desperezándose, desdibujando las sombras que bajo los barcos se diluyen en escamas gris perla. El mar de acero recoge la luz que cae de las nubes alargadas y esponjosas y la funde sobre la inmóvil superficie. Las gaviotas revolotean por los tejados como perdidas, como si durante la noche un compañero las hubiese abandonado. Se acercan al alféizar de la ventana que da al mar esperando que les lance algo de lo que estoy desayunando o que me vaya para recoger las sobras. Mis ojos recorren inquietos la larga extensión desde el este donde aún no aparece el disco cegador hasta donde el estrecho se pierde en el lugar donde habría de amanecer Europa.




Pero Europa amaneció tan temprano que ya aparecen las sombras de su atardecer. Hubo un tiempo en el que en este punto exacto donde Europa encuentra a Asia hombres de distinto signo creyeron que la humanidad había alcanzado la gloria, creando espacios donde encerrar a Dios. La divinidad debidamente contenida, atrapada en nuestros rezos, dejaría de someter al hombre a pruebas: nunca más aceptar sacrificar al hijo -Isaac- o a la hija -Ifigenia- para dedircarse a vivir una vida confortable y plácida.




Así la gloria de la Hagia Sofía; así la deslumbrante bóveda de la mezquita azul. Tan confiados estaban los hombres que atribuyeron la creación del edificio más perfecto al propio Dios, como los antiguos le atribuyeron la creación del mundo. Justiniano, inquieto con Antemio de Tralles, el matemático e Isidoro de Mileto, el arquitecto, porque tardaban en entregarle los planos de la basílica que quería alzar con la excusa de los estudios geológicos previos, tuvo un sueño, un ángel llegó con unos rollos donde estaba dibujado el edificio. Por la mañana entregó los rollos a los arquitectos señalando que era el designio divino. Antemio e Isidoro al llegar al taller comprobaron que los planos del ángel y los suyos coincidían. Todos atribuyeron la perfección de la Hagia Sofía al propio Dios. Aun así no lo contentaron, nuestros rezos no han servido. Dios no ha soportado el confinamiento. Una vez desató la furia de las aguas para ahogar por primera vez a la humanidad; otra la confundió en las muchas lenguas; y por fin, bajo diversas máscaras, desató la guerra exigiendo sumisión. 




Veníamos de visitar ayer el hipódromo, enterrado ocho metros bajo la calzada, junto a la gran cisterna, obras del ingenio humano, de admirar la sutil sumisión en la Hagia Sofía y en la Sultanahmed Camii o Mezquita del Sultán Ahmed con las que el hombre creyó haber conquistado la libertad, cuando vimos la avenida que lleva a los hoteles, la Yeniçeri, o de los Jenízaros, franca, sin tranvías, llena de policías armados para el combate. Nos sorprendió el vacío, el ruidoso silencio de la expectativa. A lo lejos aparecieron los primeros gritos: Al·lahu-àkbar. Pronto se llenó la enorme avenida: hombres con barba y gorro, niños, mujeres vestidas de negro, banderas palestinas. El silencio rompió hasta convertirse en griterío, contra Israel y a favor de Dios. Imponía. La avenida se llenó, apenas se podía caminar a la contra, por las calles adyacentes afluían familias con la misma firmeza y mirada fija. Un barbado iniciaba el grito y las gargantas estallaban. El día anterior Hamás había llamado a la yihad en todo el mundo. Dios está furioso y ha empezado a degollar niños, repitiendo la matanza de los inocentes: sumisión o muerte.


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