sábado, 14 de octubre de 2023

Constantinopla y Estambul desde el Bósforo (y la cisterna)

 


"La araña ha tejido su tela en el palacio imperial

y el búho ha cantado su canción de vigilia

en las torres de Afrosiab".

(Versos de Saadi que Mehmet II recitaba, el 29 de mayo de 1453, con 21 años, mientras recorría las estancias vacías del Palacio imperial conquistado).

 


Las últimas luces de los pequeños barcos atracados en este lado del Bósforo se van apagando mientras hacia el sureste una faja del horizonte se tiñe de púrpura. No miro hacia el este porque el disco que se eleva sobre los edificios me ciega. La brisa penetra por la ventana desde donde contemplo el amanecer, en el punto donde el Mármara se empequeñece para entrar en Europa como Bósforo. Sobre el fondo gris plateado del mar, que va cambiando de tono hasta hacerse azul oscuro en el horizonte y desde ahí hacia arriba se sobrepone en bandas de color hasta alcanzar el blanco roto de las nubes, se recorta una gaviota en la ventana abierta desde donde miro, mientras espero que vayan llegando mis compañeros de viaje y desayuno. Necesitaría varias vidas para analizar y descifrar los sedimentos que la historia ha ido acumulando en esta parte del mundo. Algunos son materiales, otros productos de la imaginación, tantos y tan poderosos que no podría mirar lo que estoy viendo de otro modo.


Turquía no fue Turquía antes de ser Turquía. Sucede con cualquier hombre que es lo que no fue en el pasado; ahora es otro. Ni siquiera las ciudades. Aquí en esta ciudad, existen visibles las huella de que Estambul fue Constantinopla, incluso, aunque en menor medida, fue Bizancio. Durante días hemos recorrido muchos lugares que guardan medio congelada la historia de lo que fue intensamente, formas de vida que conformaron lo que se entiende por Occidente: una historia que encadenó a Grecia con Alejandro y al helenismo con Roma.




A medida que entrábamos al Mármara por los Dardanelos esa historia iba quedando atrás y emergiendo la menos derruida de los Otomanos. Otra forma de vida más oriental, aunque no tanto como para definir lo que entendemos por Oriente. Un idioma y una religión distintos, aunque no solo. Conquistada la ciudad que fundó Costantino, los otomanos construyeron al lado su ciudad nueva, Estambul ("εἰς τὴν Πόλιν", que significa "a la ciudad", y que los turcos derivaron en "İstanbul), sin destruir la vieja. De algún modo creyeron que era su continuación. El sultán Mehmet II se proclamó Kayser-i-Rûm, "emperador de los romanos", al conquistar Constantinopla.




El crucero por el Bósforo, atisbando los estrechos que separan al Egeo del Mar Negro, a Europa de Asia, permite ver en las orillas el lujo de los palacios y mezquitas de la dinastía que creó la segunda ciudad. El Palacio de Topkapi, centro del poder otomano durante 400 años, del XV al XIX, lugar donde se hizo proverbial el refinamiento turco. El inusitado Palacio de Dolmabahçe, del XIX, de 600 metros de largo, su fachada, decorado con 14 toneladas de oro, 285 habitaciones, 46 salones, 6 baños turcos y 68 aseos. El blanco Palacio de Beylerbeyi, desde el que iniciamos el crucero, de verdes jardines, al que vemos desde el azul del Bósforo.




La refulgente y bellísima Mezquita de Ortaköy, a la que rinde tributo el oleaje del Bósforo; la sagrada Mezquita de Eyüp Sultan, que guarda el estandarte del profeta Mahoma; la Mezquita de Rüstem Paşa, obra de Sinan, cuyo interior es una maravilla de azulejos de Iznik, con motivos florales y geométricos, que adivinamos más que vemos por entre las calles del bazar de las especias.




A la ida pasando bajo los tres impresionantes puentes que unen las dos orillas, con 58 metros de altura el más reciente, recorremos los barrios tranquilos de la parte asiática, Üsküdar, Kadıköy, Beykoz, con parques y arquitectura tradicional; a la vuelta los europeos, Beşiktaş, Ortaköy y Karaköy, donde se ve el lujo de los hoteles y restaurantes, la vida exhibida de quienes simulan el lujo otomano, los palacetes de los nuevos ricos de la República Turca.




La mitad de la historia que conocemos es leyenda, acaso toda. Quizá Constantino se convirtiera al cristianismo; quizá Mehmet II, Fatih, "el conquistador", séptimo sultán otomano, hijo de Murat II y de una esclava italiana, escribiese una carta al Papa para felicitarse por la conquista de la ciudad, vengando así el cisma de la Iglesia Ortodoxa separada de Roma, pero Mehmet II era hijo de una griega, quizá de una judía, y lo primero que hizo fue declarar Hagia Sophia como mezquita; quizá Napoleón, desde lo alto de la torre Gálata, contemplando las dimensiones de la ciudad, se preguntara, De haber un solo Estado, qué otra debería ser la capital del mundo sino Constantinopla. Pero Napoleón nunca visitó Estambul. Constantinopla fue su nombre; solo tras la fundación de la República, en 1923, Ataturk la renombró a Estambul. Podría haber una tercera ciudad, pero Ataturk, que quiso poner el contador de la historia turca a cero, se la llevó a Ankara, la nueva capital.



Para ver la joya de la corona hay bajarse del barco y caminar por el mercado de las especias y después de comer ver la gran obra de ingeniería que dejaron a la posteridad el tándem Teodosia-Justiniano, la cisterna. Era la más grande de entre 60 repartidas por la ciudad. Su objetivo, almacenar agua potable para el palacio imperial y edificios cercanos; mide 140 por 70 metros, con capacidad para 100.000 metros cúbicos de agua, está sostenida por 336 columnas de mármol, readaptadas de otros usos, por lo que conservan capiteles o figuras como las medusas y motivos bizantinos. La tenue luz y el reflejo de las columnas en el agua crean una atmósfera mágica que la hacen uno de los grandes atractivos de Estambul. La joya de la corona mejor mañana.



Estambul bulle, hoy, de comercio y turismo, con tan mala suerte que coincide con el puente del 12 de octubre en España. Españoles e italianos llenan los lugares públicos.



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