lunes, 16 de octubre de 2023

Hanefi

 


Caminamos como si el caminar fuera el fin, despacio, con alguna breve parada cuando una frase requería una conclusión más elaborada. Salíamos de la comisaría donde inútilmente Marta había pretendido poner una denuncia. De pie sobre una escalinata ante la puerta, observaba yo la riada de gente que subía hacia la manifestación islamista pro Hamás, mientras Hanefi escuchaba distante y estático, contenido ante la autoridad, lo que el policía le tenía que decir, una perorata sin límite ni concisión, verborreica. Quizá estuvimos así una hora o dos, es difícil calcular el tiempo cuando pasa sin ton ni son. Ya nos había advertido Marta, por lo sucedido el día anterior, el del robo, que el tiempo para esta gente no es una unidad de medida sino una transición indefinida entre dos estados, estar y no estar. Cuando pasaron a un despacho interior para dar consistencia al trámite volvió a aquilatarse el tiempo. La noche había caído y hacía fresco, cansados y arrecidos, mientras Ángel y yo veíamos pasar a los náufragos de las comisarías, a Toyi se le ocurrió preguntar cuánto más tendríamos que esperar. Otra hora más, le respondieron; quizá no fue tanto. El papel que Marta logró no decía otra cosa que aquellos documentos que le habían robado ya no los tenía. No se podía mencionar la palabra robo. Había un montón de procedimientos antes de poder interponer denuncia: cámaras, días, policías especializados. Conclusión, no se te ocurra dejar que te roben en un país extracomunitario.


Hanefi había nacido bosnio musulmán en Serbia, antes de venir a Estambul a los cuatro años con su familia. Nació con dos lenguas, el serbocroata del país de origen y el turco materno. Aún así, por su acento, me dijo, los turcos calaban que no era nativo. Creció en un barrio bosnio en la parte europea de Estambul, con sus costumbres y modismos, sus productos y cocina, un modo particular de hacer el yogur, tan rico que otros estambulíes acudían para comprarlo. Su familia seguía siendo musulmana, él no. Pronto se obsesionó con el inglés, quería dominarlo como un nativo. Había una librería cerca de Hagia Sophia que vendía los pocos libros en inglés que llegaban. Acudía por si había novedades y los leía con aplicación. Mucho más tarde, aplicó el mismo método al español. Mientras me lo contaba, recordaba a Borges que procedió de modo parecido para aprender idiomas: libros y aplicación personal, sin profesor.


No se dedicó al inglés, Hanefi, como guía profesional. Los ingleses ricos tenían sus rincones en la Costa Licia. No vienen turistas ingleses a Estambul, dijo, salvo cuando hay partido de fútbol. Días antes, el Galatasaray le había ganado al Manchester United por 2 a 3, me dijo con una sonrisa. Es seguidor del Galatasaray. Me explicó los pormenores de la liga turca, los tres grandes equipos, las estrellas que llevan en la camiseta, una por cada cinco campeonatos ganados. De cualquier tema que hablase lo hacía con detalles precisos. Saltaba de uno a otro sin transición. Estuvo muchos años casado, antes de separarse hacía poco. Tenían un piso en la parte asiática, lejos. Era una odisea coger el coche, aparcarlo y después tomar tranvías para acudir al trabajo en la parte europea. Después de eso había vuelto a casa, dijo, en el barrio bosnio. Tenía madre y un hermano de los que ocuparse. Si no estaba en casa cenaban cualquier cosa. Estaba contento de volver a la casa familiar.


Mientras caminábamos por la larga y bulliciosa avenida Yeniçeri hacia el nuevo hotel Hilton donde habíamos de recoger las gafas que yo había olvidado en el autobús, hacía llamadas al chófer del bus para ver cuánto podría tardar en llegar. También llamó a su madre para decirle que no le esperaran. Tenía que coger dos tranvías para llegar a casa, 30 minutos. Yo le insistía en que se fuera, que ya me las apañaba. No hubo manera. Estaba contento con los turistas latinoamericanos. Una mexicana lo había conocido en una ruta y era ella quien se empeñaba en que fuese él quien guiase a los grupos. Mexicanos ricos que venían por motivos religiosos y culturales. Muy generosos. Le daban cien dólares de propina cada uno. Vaya diferencia con lo que te hemos dado nosotros, le digo. Cada uno da lo que puede, me dice, sin asomo de ironía. Hacían el recorrido de las siete iglesias del Apocalipsis y acababan en Estambul. A veces eran de Costa Rica, también de Puerto Rico, como los que estaban llegando. Entonces me hizo una relación de palabras del español americano que no usábamos en España. Le hacían gracia, manejar.


Así fue como se compró el iPhone Pro Max de un tera. Gracias a la generosidad de los mexicanos. 2.900 dólares a tocateja; no hay posibilidad de comprarlo a plazos. Turquía es el país donde el iPhone se vende más caro. Ya tuvo el iPhone 13 pero no lo acabó de entender y lo devolvió. Ahora quiere bajarse de internet el manual para dominarlo. ¿Lo tienes asegurado?, le pregunto. No, si se rompe, se rompe y si lo pierdo, lo pierdo. Cada año se compra un laptop, me dice. Lo primero que hace es abrir la tapa y estudiarlo. Qué hay ahí dentro, qué se puede cambiar. Hace dos años abrió uno recién comprado y con las manos húmedas tocó no sé qué circuitos, se fundieron, no tuvo la precaución de ponerse guantes. Para tirar a la basura, sin estrenar. Mientras me habla, con el nuevo iPhone en la mano, abre y cierra aplicaciones. No le gusta los mapas de Apple, prefiere Google Maps. Me enseña la aplicación de Netflix y luego la de música clásica con la que parece estar contento. Me habla de los compositores que le gustan, conciertos para violín, Rachmaninov, Gorecki, Smetana, La novia judía, apunto; no, La novia vendida, me corrige. Bach no le gusta. Cuando le hablo de mis gustos, es él quien precisa títulos. En la pantalla calcula lo que puede tardar el bus. Hace rato que estamos en la esquina del Hilton nuevo; hay varios en la ciudad. La calle está transitada, es sábado, bulle, casi hay que abrirse paso con los codos. Muchos jóvenes de piel oscura en esta zona. Ya ha llegado, me dice, señalando al bus. Bajan los pasajeros de diferentes tipologías raciales. El conductor se le acerca y le da un abrazo. El rostro de Hanefi se ilumina. Es mi amigo, me dice, cenaré con él en este barrio. Es el conductor que nos ha llevado estos días, tan sonriente y amable como siempre, me da recuerdos para todos.


Hanefi es autista. Es consciente de lo que eso significa. Tiene una hermana y sobrinos y no los ve si ellos no van a verlo. ¿No os juntáis en las grandes fiestas?, le pregunto. No, si ellos no vienen. ¿No celebras tu cumpleaños? Mi hermana viene, me dice. Comprendo por qué no acepta invitaciones para viajar a otro país; está bien aquí, no necesita más. Estambul es su mundo. A Hanefi no hay que invitarle sino visitarle. Haré lo que pude, es su guiño favorito, con un humor tan característico. En la despedida alarga la mano, le doy un abrazo. Hanefi ha sido nuestro guía, el más entrañable, capaz de darnos datos eruditos, de explicar la técnica de una pechina, de un muro de Troya, solícito ante un problema particular.


No hay comentarios: