domingo, 8 de octubre de 2023

Efeso

 



Los suaves rayos del sol dorado peinan los olivos del valle donde se asienta la ciudad de Şirince, de dónde fueron expulsados sus vecinos cristianos ortodoxos griegos para ser ocupada más tarde por turcos que han hecho de ese dramático recuerdo un negocio turístico: tiendas de todo tipo a lo largo de las casas. La calma de esta hora de la tarde, cuando el sol cae al otro lado de la montaña, cubre con un apacible velo la vieja tragedia. 




El otro velo que cubre hoy mis ojos es el síndrome de Stendhal: Efeso. Ante el deslumbrante paisaje clásico cabían dos posibilidades, el empacho o la alucinación temporal. La ciudad está demediada, ruinas en proceso de recomposición. El guia lo repite entre bromas y verás, que volvamos dentro de 500 años y entonces veremos Efeso totalmente reconstruida.




 Podría hacer la lista de las cosas que se conservan: la vía que conecta la ciudad con la parte administrativa, las tiendas que alentaron los deseos de los efesios a ambos lados, las casas detrás; los templos, las letrinas, el lupanar; el ágora o mercado de una ciudad que en su momento de esplendor tenía 300.000 habitantes y que fue el principal centro comercial del Mediterráneo. Podría escribir del mármol cegador de sus columnas, de la habilidad de canteros y escultores, de los emperadores que dejaron huella, Adriano y el muy odiado Domiciano, que construyó la estatua más monumental en un templo a él dedicado para que al día siguiente de su muerte fuese destrozada; del mayor teatro del mundo antiguo, con una capacidad de 25.000 asientos; de su sistema de distribución de agua, el más avanzado, con al menos seis acueductos y fuentes de varios tamaños para abastecer diferentes áreas de la ciudad; de los hombres ilustres que aquí vivieron y enseñaron: Heráclito, el filósofo; Zeuxys y Parrasio, los pintores; Juan y Pablo de Tarso, cristianos;



de la biblioteca de Celso cuya fachada ensalza a Sophía y a Episteme, es decir, la sabiduría y el conocimiento y que albergó 12.000 pergaminos. Pero no es un acto de acumulación de saberes lo que me llena este día sino la emoción que la atmósfera del lugar me transmite: hombres que amaban la belleza la verdad y el bien y supieron transmitirlo con sus artes para que la humanidad fuese mejor que antes de ellos. No soy tan ingenuo como para pensar que aquí no vivieron malvados como el propio Domiciano o el criminal Eróstrato que para ser famoso destruyó la séptima maravilla del mundo, pero la tríada del progreso avanzó aquí como en pocos lugares de la tierra: hay turistas de la belleza, a quienes impresiona la boulé y el gran teatro; los hay de la verdad que ven en las efigies de los filósofos del pasado el ansía de verdad y los hay del bien como los que visitan la casa de Juan y de María, el lugar donde creen que la madre de Jesús vivió su última década.





Hay un lugar donde la alucinación del síndrome de Stendhal se hace más evidente, el lugar donde estuvo el templo de Artemisa. Conscientes de su belleza, los efesios lo construyeron a lo largo de 120 años, según Plinio, aunque una sola noche bastó para que el primer hombre de la historia que quiso conseguir fama haciendo daño lo destruyes por el fuego. Se prohibió escribir su nombre, aún así lo conocemos: se llamaba Eróstrato.




Uno imagina en este espacio la maravilla que diseñó el arquitecto cretense Quersifrón, decorado por algunos de los artistas más célebres: 127 columnas de 18 metros cada una. Una explanada del tamaño de un estadio de fútbol y una columna descabalada es lo que queda de una de las siete maravillas del mundo. Y algunas esculturas en el museo. El templo le valió a Éfeso el título de "Sierva de la Diosa", de Artemisa una de las diosas más celebrada si no la que más.


No hay comentarios: