A veces una vida no dura más de dos semanas. Nos quejamos de nuestra corta vida, tan pocos años en el discurrir del universo. Sin embargo no llevamos cuenta de la cantidad de vidas vividas en el breve periodo de tiempo cósmico en que estamos vivos. La conocí en un país extranjero. Era alta, era joven, quizá no tanto, sonreía. Basta una mirada sostenida para que se ponga en marcha el laboratorio de nuestro cerebro. Entonces la vida comienza. Hay ciudades y playas, mercados y montes, un río salvaje y ruinas por los que se camina juntos. El resto de países desaparecen, las estrellas y los planetas, porque los pasos se han acompasado en ese pequeño país extranjero. No solo los pasos, los ojos, los brazos, el cuerpo entero inventa un lenguaje que cada uno sabe interpretar. Un lenguaje privado al que los demás no están invitados. Un lenguaje que a veces se superpone al de la conversación hablada. El raro placer de estar dialogando en dos idiomas distintos a la vez, en los que se habla de cosas diferentes, en uno de referencias en el otro de suposiciones. Falta un tercero, el mudo placer de los cuerpos trenzados que no siempre se encuentran. Por qué, uno nunca lo sabe. En esas dos semanas caben todas las esperanzas y decepciones, todas las tristezas y alegrías de una vida. Al mapa del país extranjero se superpone el mapa que los amantes van dibujando, cuyas líneas trazan las horas previas al dulce sueño y cuyos colores brillantes u oscuros va dibujando la luz del día.
Tras las dos semanas uno vuelve al páramo donde la vida seca continúa. Pero si uno está atento, habrá otras dos semanas en otro país extranjero.
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