“Un carro de mudanzas pasó cerca de ellos rodando lentamente; sería una familia desahuciada que cambiaba de domicilio fuera de la época de mudanzas; eso fue lo que me imaginé inmediatamente. En el carro había ropa de cama y muebles, camas y cómodas carcomidas, sillas pintadas de rojo con tres patas, esteras, chatarra, cacharros de hojalata. Una muchacha, casi una niña, una niña muy fea con la nariz resfriada, iba en medio de la carga agarrándose con sus pobres manos amoratadas para no caerse. Estaba sentada sobre un montón de horribles colchones mojados en los que habían dormido niños, y miraba a los chiquillos que se lanzaban la botella vacía…”
Hambre fue la primera novela de Knut Hamsun; fue escrita en 1890, aunque leyéndola hoy nadie lo diría. El autor recibió el Premio Nobel de 1920. Muchos autores dicen haber sido influidos por él, aunque yo lo relaciono con el Raskolnikov de Dostojevski, en el pasado, y el personaje que crea de sí mismo Houellebecq, en la actualidad (los mismos pelos).
El personaje sin nombre de la novela da tumbos por la ciudad sin lugares fijos en los que establecerse: no tiene un trabajo fijo, cambia de lugar donde dormir, que a veces es un banco en un parque o la celda de una comisaría o una casa de huéspedes de la que en cualquier momento puede ser expulsado: casi siempre tienes los bolsillos vacíos, sin nada que llevarse a la boca y cuando, en un golpe de suerte, unas cuantas coronas tintinean en sus manos las derrocha como si le quemasen; no tiene amigos sino conocidos que le rehuyen o de los que el mismo huye, porque tienen una deuda con él o él con ellos. Le embarga un sentimiento de temor y de culpa: no responder a lo que de él se espera, un aceptable escrito para un periódico, un comportamiento adecuado; no satisfacer las deudas, presentarse con una imagen mejor que la de un pordiosero. La vida miserable la compensa con encuentros fugaces con Ilayali, un personaje femenino en la obra, con quien mantiene un romance, tan inverosímil que parece más fruto de su imaginación delirante que de la realidad.
El personaje contempla lo que sucede en la calle y en los interiores, camina sin cesar, y duda si es imaginación o realidad lo que observa, pero afirma ante sí que su cerebro funciona, que no está loco: "Me mantenía alerta, absorbía con gran sensibilidad cada cosa y mi mente se iba formando una opinión de todo lo que me llegaba. Era, pues, imposible que a mi cerebro le sucediera algo. ¿Por qué iba a pasarle algo entonces?"
“Así me lo ordena también mi propia conciencia...” Una frase del drama que está escribiendo, y que en la última de las cuatro partes de que consta la novela repite como un leitmotiv, y que refleja un punto de conciencia sobre lo que ocurre en torno a la casa de su patrona y en la calle: un hombre que desde una ventana escupe sobre la cabeza de un niño; el lenguaje soez de un grupo de niños; la humillación de un viejo moribundo con el que juegan dos niñas hurgando en su rostro; el patrón que pasa su vida jugando a las cartas mientras la patrona trabaja sin descanso; el acto final en que a través del ojo de una cerradura tanto el patrón, riente, como el protagonista miran cómo la patrona yace en la cama junto a un huésped, ante la mirada del viejo en otra cama cercana. Nada parece tener sentido, todo es una sucesión sin regla ni ley ni tribunal en el mundo que se ocupe de los asuntos humanos. En esa casa de la hospedera, en la última de las cuatro partes, escribe un drama en un acto, 'La señal de la cruz', situado en la edad media, sobre una fanática prostituta que profana un templo por odio hacia el cielo. El escrito fluye en sus manos mientras mantiene la serenidad, pero al final lo rompe en pedazos. “Todo es perecedero, como la hierba que arde”.
Hambre es una alegoría sobre la existencia. El hambre es el desamparo ante la falta de sentido. De pronto hay una satisfacción fugaz, un momento de exaltación en medio del océano de la desdicha, hasta el punto que esos momentos de exaltación parecen mera imaginación, puro delirio, tan difícil de aceptar la realidad que se presenta ante los ojos del protagonista que parece que sea la realidad el delirio. El protagonista ante lo que ve, un desahucio, el lenguaje soez de los niños, la infidelidad de una mujer ante los ojos del propio marido, se pregunta si su cerebro funciona, si no estará loco. Cuestiona no los momentos de felicidad que son delirantes pero los acepta como si fuesen la verdadera realidad sino la propia realidad que tiene ante sus ojos incrédulos. Se diría que Hamsun muy avanzada la novela intenta dar sentido a sus impresiones, es decir, dar sentido al sin sentido.
Una alegoría sobre la condición humana, con el existencialismo de Kierkegaard al fondo. El hombre vive a la intemperie, sin lugar donde cobijarse. Los momentos de felicidad de plenitud si alguna vez alcanza, que llegan como un golpe de fortuna (el Comodoro, por ejemplo, director del periódico le adelanta diez coronas a cambio de futuros escritos) son fugaces: son instantes de la vida en los que queda ahíto, momentos delirantes como en una borrachera, o en un enamoramiento, todo lo demás es padecimiento, constatación de que nada tiene sentido.
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