Dos películas británicas que tienen cosas en común y elementos contradictorios. Las dos son de 2022 y han pasado discretamente por la cartelera. Empire of light transcurre en los años ochenta del tatcherismo; Living desde los cincuenta de la posguerra en adelante. En ambas se promocionan localidades turísticas del sur de Inglaterra, Brighton y Bournemouth. En ambas hay grandes actores como se espera del cine inglés: Olivia Colman y Colin Firth en la primera, Bill Nighy en la segunda. En ambas un gran escenario se convierte en protagonista junto a los actores: la gran sala de cine y el edificio de oficinas del ayuntamiento (de Londres), emblemáticos ambos de la vida social de la segunda mitad del siglo XX: en la cima de su esplendor anuncian su decadencia, enormes máquinas ineficientes: convirtieron a los hombres que allí trabajaban en empleados, apéndices de una burocracia inmanejable. Un hombre y una mujer han entregado su vida entera a una forma de inhumanidad. La vida encorsetada del empleado es un reflejo de la rutina, el convencionalismo y la moral pacata de la vida social.
El personaje que interpreta Bill Nighy encuentra inesperadamente un chispazo de vida en el peor momento: cuando le anuncian que le quedan unos meses de vida ve en el chisporroteo vital de una subordinada aquello que le ha faltado a la vida, a su vida. La mortal rutina del personaje de Olivia Colman encuentra una excitación inesperada cuando un nuevo empleado aparece en el Empire. Pero el objeto de su deseo, la palanca de su transformación tiene inconvenientes: en los dos casos son demasiado jóvenes, y, además, el amigo al que corteja Olivia Colman, negro. Ambos personajes tienen en su contra no solo una sociedad que no admite que se pongan en cuestión las convenciones, también la inexorable edad. La vida es de un solo uso que desaprovechamos.
Ambas películas son técnicamente exuberantes. Es una delicia contemplar el manierismo de la cámara de Oliver Hermanus, el uso de la luz y la sombra, en el interior de los vagones del tren y en los despachos de las oficinas del ayuntamiento, cómo los personajes, con rigurosos atuendos de época y una etiqueta que les impide moverse o levantar la voz más allá del susurro, se camuflan en el medio hasta hacerse casi invisibles; como el uso del espacio por Sam Mendes para mostrar la magnitud del desamparo del individuo, que hace que a veces se refugie en lo ilusorio, en la sala donde el imperio de la luz le abstrae de las sombras de su mediocridad. Pero la cámara se recrea sobre todo en los paisajes, especialmente en el paisaje más complejo de todos, el rostro humano: las caras de Olivia Colman y Bill Nighy pasan en un instante de la desolación a la alegría, y al revés. En ambos casos, el encuentro fugaz entre la madurez marchita y la juventud en su esplendor no es el inicio de una segunda oportunidad -no la hay-, sino la constatación melancólica de lo que pudo haber sido.
Las películas no son perfectas, tienen una buena idea poco desarrollada, pero merecen la pena; son mejores que cualquiera de las series actuales. Living está inspirada en Ikiru de Akira Kurosawa, con guion de Kazuo Ishiguro.
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