“Solo había olvidado decirse una cosa: que, al final de esa lógica, que era la de todos nosotros, claro, la que adoptamos junto con el privilegio de no ser vietnamita, argelino ni obrero, en ese juego perfectamente acorde con el espíritu que rige hoy el mundo, había que aceptar la idea de especular con todo, de que nada podía excluirse de antemano de la esfera de las cosas, de que solo a ese precio podía uno enriquecerse y de que en aquella ocasión única y terrible, la guerra, ellos, él y los demás miembros del consejo de administración habían especulado con la muerte”.
Cuando uno se enfrenta al artefacto libro enseguida se genera un triángulo de geometría variable: el tema tratado, el autor y el lector. El autor escoge el enfoque y el género y escribe con las habilidades que ha entrenado, es decir, maneja sus dispositivos retóricos para atrapar al lector en una tela de araña que dispare sus reflejos emocionales cuyo efecto es el clinc clinc de la caja registradora o la fama o ambas. En los artefactos de Eric Vuillard la retórica se dispone para halagar al lector medio occidental que tiene conformada una manera de ver el mundo en la que la culpabilidad por pertenecer a dicho mundo le produce satisfacciones morales. Que Eric Vuillard está en el buen camino, al reforzar dichos prejuicios, se lo asegura haber recibido el premio Goncourt y fama internacional por El orden del día. Ahora repite punto por punto la misma fórmula en Una salida honrosa.
Una salida honrosa es un ejercicio retórico cuya figura principal es la parodia. En la necesidad de culpables que todo buen lector occidental necesita para seguir manteniendo la ficción de un mundo binario, los políticos de la Asamblea francesa, los militares franceses destinados en Hanói y los financieros del consejo del Banco de Indochina, en las tres partes en que divide el libro, representan la culpa del desastre merecido de Dien Bien Phu, tras el que los francesas salieron deshonrados de la colonización de Indochina. El tema del triángulo que se activa cuando el lector empieza la lectura de este libro es el de la colonización/descolonización en la posguerra europea, ejemplificada en la guerra de Indochina, en sus dos fases, la derrota de Francia y la salida igualmente deshonrosa de Saigón de los americanos en 1973. Eric Vuillard sabe que el momento iniciático que fijó el correcto modo de pensar occidental al respecto fue el asesinato del presidente congoleño Patrice Lumumba, probablemente por instigación de la CIA, por lo que, aunque no tenga que ver con Indochina, se lo recuerda al lector mediado el libro.
Como parodia, el artefacto libresco de Eric Vuillard no construye personajes sino caricaturas burlescas. Una salida honrosa no es una novela, tampoco utiliza las reglas del ensayo documentado para describir un hecho histórico sino los artilugios emotivos del novelón decimonónico, reducido aquí a unas pocas páginas.
“Y resulta que, de pronto, porque un general francés nacido en Rouergue decidió convocar allí al fantasma de las batallas, iban a arrasar todo aquel valle, plagarlo de búnkeres, destruir decenas de aldeas, expulsar a las montañas a miles de habitantes, cortar los árboles y quemar los cultivos. Iban a borrar muchos recuerdos, costumbres, senderos en los que los enamorados se encontraban, frágiles muros en los que los niños escondían diminutos tesoros”.
No hay el menor esfuerzo por situar los hechos, por describir el contexto en el que se mueven los personajes y donde adquieren sentido las acciones. No hace ficción sobre los hechos: la colonización de Indochina, la decisión de los políticos franceses, el nombre de los militares al mando, el de los financieros que tuvieron que ver con las empresas que allí operaron, pero se inventa los detalles, imposibles de verificar, para convertir en ficción a los personajes reales, para hacer verosímil su abyección.
“Notaba los piececitos que le dolían en los zapatos nuevos que se había puesto esa mañana; lo lamentó. Apoyó la cuidada mano en el reposabrazos de cuero. Un semáforo en rojo detuvo el coche justo delante de la Asamblea, las gotas de lluvia del cristal le tapaban el frontón, hizo un gesto absurdo para limpiarlas… El general Navarre se apeó astutamente del coche, primero sacando a la vez las dos piernas del habitáculo y luego lanzando su cuerpecillo hacia fuera”.
En sucesivos capítulos se mete en la cabeza monstruosa de los tres poderes que dirigen el pequeño mundo que Francia representa: los políticos en el Parlamento, los militares en su despachos de guerra, los empresarios y financieros en su consejo de administración. El Parlamento, la institución militar, el consejo de administración como los personajes reales de la novela que representan la institución del orden social.
En el triángulo, no hay la menor presunción de un lector racional que pueda comprender, sino uno que acepte cada frase inclinando la cabeza. No hay interrogación posible, sino aceptación de la culpabilidad de Occidente. Todos son -somos- culpables del desastre, culpables del privilegio de no ser vietnamita, argelino ni obrero, culpables de haber especulado con la muerte. No miente en lo fundamental solo en los detalles, lo suficiente para bascular el juicio moral. En 30 años que duró la guerra se lanzaron cuatro millones de toneladas de bombas,
“Por parte de Francia y de Estados Unidos, hubo en total cuatrocientos mil muertos, contando las tropas coloniales e indochinas que formaban el grueso del ejército francés. Por parte vietnamita, la guerra causó al menos tres millones seiscientos mil muertos. Diez veces más. Tantos como franceses y alemanes durante la Primera Guerra Mundial”.
Ni que decir tiene que, en las posibles variables geométricas del triángulo, el autor dibuja un triángulo rectángulo donde el ángulo más grande es su ego.
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