martes, 4 de abril de 2023

04. Gjirokastër, la ciudad de Enver Hoxha y de Ismail Kadare






Gjirokastër o Gjirokastra es como un abanico que se abre desde la pequeña encrucijada de cinco calles que es el centro de la ciudad, donde están los restaurantes y los hoteles, hacia el semicírculo que forman el castillo, las estilosas casas otomanas y las pequeñas mezquitas blancas en las faldas de 'La montaña ancha' (Mali i Gjerë). 


Por debajo de la encrucijada hay transformación: hoteles que se construyen sobre viejas mansiones y más abajo, si caminas por calles empedradas y resbaladizas hacia la ciudad nueva, junto a la carretera general, a orillas del río Drin, una iglesia ortodoxa nada interesante, donde nos lleva un lugareño al que ha costado entender adónde íbamos. Se ha mostrado servicial hasta que ha encontrado a una paisana y se ha olvidado de nosotros. En esta ciudad uno tiene la impresión de que siempre está subiendo y curveando para ir a cualquier lugar, incluso si desciendes al punto de partida. 




A través del campanario de la Catedral Ortodoxa vemos que el intenso chaparrón que acaba de caer sobre la ciudad ha formado una capa de nieve sobre las montañas cercanas. Un sacristán está apagando los cirios cuando entramos. Los iconos amanerados de la cúpula y las pechinas parecen recién pintados.




Gjirokastër es una ciudad con enjundia arquitectónica y con historia otomana. Aquí estaba la casa donde nació Enver Hoxha, quien quiso convertir a Gjirokastër en ciudad museo, pero una bomba hizo saltar por los aires la casa en las postrimerías del régimen, por lo que podemos pasar tres días sin pensar en el dictador. Si debemos a la autoglorificación del tirano la conservación e irradiación turística de la ciudad, nos quedamos sin ver, por obras, el túnel búnker de 800 metros y multitud de estancias subterráneas que se hizo construir en 1970, en plena Guerra Fría. Sigue estando la Casa Museo del Nobel albanés Ismail Kadare, pero con tanto que admirar y, dejándola para el final, me quedé sin verla.




En este día lluvioso, recorrer la austera arquitectura militar de la fortaleza bajo el paraguas, la plaza de armas, la torre del reloj, la iglesia, los establos, las mazmorras, en silencio, contemplando a lo lejos el valle del Drin, meditando sobre los imperios caídos, que ahora, inadvertidamente, pisoteamos, produce un placer melancólico y único. Sic Transit.




En el orden de los placeres mundanos, tan breves que no duran más allá de una digestión, queda la comida en la taberna del marido de una arandina que topamos por casualidad. Tan rápido y sonriente como servicial el camarero esposo, una amabilidad que tenía su coste en los ítem de la cuenta, pues aunque la comida estaba rica el coste era excesivo para Albania. Junto a la taberna, en el porche de la casa de al lado, cinco hombres, alrededor de una mesa, con unos vasitos probablemente de raki en la mano, nos amenizaron la comida con unos cuantos ejemplos de isopolifonía albanesa (clicar). Por la tarde, visitando el centro cultural, bajo una de las mezquitas reconstruidas, supimos que la Unesco había incluido la isopolifonía albanesa en la lista del patrimonio cultural intangible de la humanidad.



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