martes, 7 de marzo de 2023

Un trabajo para toda la vida, de Rachel Cusk

 


En los capítulos iniciales de Un trabajo para toda la vida, de Rachel Cusk, me pasa algo que creo que no me ha sucedido con ninguna otra escritora. Una sensación táctil, incluso olfativa, emerge de la lectura, como si el cuerpo de la autora/narradora se estuviese desvelando ante mí y yo lo pudiese tocar, no porque me entren ganas de tocarlo acariciarlo olerlo sino su posibilidad, porque no hay nada de erotismo en la narración, al menos no en mi caso, es la manera de describirse, de exponerse al lector, que es al mismo tiempo distante, porque no hay un guiño que le comprometa o que le incite a compartir experiencias, y menos en una obra como esta donde lo que Cusk describe es la experiencia de la maternidad a la que yo no tengo acceso, e íntima, porque está desvelando con exactitud, o al menos es la impresión que este lector obtiene de la lectura, las sensaciones y pensamientos del embarazo del parto y de la primera crianza, pero sin separar ambas cosas, sensaciones y pensamientos, que en su caso son lo mismo, parten de la misma experiencia.


A medida que avanza la lectura se impone la sensación de que no estoy invitado a esa fiesta, de que la autora ha creado una barrera en torno a sí, en la que a veces incluye a su bebé y a veces no, pero en la que es seguro yo estoy excluido. Yo como hombre y como lector, también su marido, el padre del bebé, al que se refiere ocasionalmente como si fuese un objeto, ‘un adulto’ que se lleva al bebé de paseo, un mueble, algo que está ahí sin ninguna intervención emocional. Así va conformando un círculo de exclusión en el que solo caben ella y, al poco, su bebé, al que no se te invita a pasar porque a lo que asistes es a una especie de monólogo, al que no le importa lo que tú puedas pensar o sentir, o, en todo caso, a un “experimento social


algo que haría un científico: dejar a un bebé en una habitación con dos adultos, retirarse y ver qué pasa. El bebé llora. El llanto es fuerte y apremiante, como el ruido de una alarma de incendios. La mujer coge al bebé en brazos. El ruido cesa. Cuando intenta dejarlo, el bebé llora. Lo tiene en brazos mucho tiempo. El hombre se aburre y la mujer hace otro intento de dejar al bebé, pero vuelve a llorar. La mujer se cansa y le pasa el bebé al hombre. El bebé llora. El hombre da vueltas con el bebé en brazos y el bebé se calla. El hombre se cansa. El hombre y la mujer se sientan y miran al bebé con angustia”.


Ha de pasar la mitad del libro para que el instinto de novelista de la autora aparezca cuando siente la necesidad de buscar chicas que cuiden de su hija y desprenderse de ella unas horas. Rosa la española, Celia la brasileña, Stefan el esloveno, descritos con caracteres novelísticos, personajes extraños exigentes llenos de defectos, convirtiéndose a sí misma en el personaje de temor y pánico ante la posibilidad de entregar a su hija a un desconocido que el instinto ve como amenazador; aparecen luego personajes fugaces, paisajes humanos ridículos por contraste, como una escena en barco en un canal donde unos jóvenes poco agraciados repiten modos y reflejos de Retorno a Brideshead o radiografías sociales, como un grupo de madres, en una ciudad universitaria de las afueras, que por su manera de hablar y proceder parecen llegadas de otro planeta. descritas desde el rencor envidioso de la impotencia de una mujer encarcelada en la maternidad.


Al comienzo de la novela, la narradora expone una experiencia en los Pirineos cuando ya estaba embarazada. Atardecía cuando bajaba por una pared helada, resbaló y la mochila como un trineo la llevaba a toda velocidad hacia el fondo rocoso de un barranco. Pudo agarrarse a una piedra, deshilachándose la piel y así se salvó, pero aún le quedaba descender. Un hombre, con piolet, crampones y cuerda, apareció en el horizonte. Le dio algunos consejos pero no le ayudó a bajar. El diálogo cerrado que la autora mantiene con su maternidad al lector, sobre todo si es masculino, no acaba de engancharle, por eso agradece las pequeñas excursiones hacia la narración o los incursos en obras literarias ajenas donde busca un reflejo de lo que está sintiendo: la Lily Bart de La casa de la alegría de Edith Warton, la hija desatendida de Madame Bovary, un poema de Coleridge, la soledad infantil de Jane Eyre, reflejos de la sensibilidad que el feminismo ha traído sobre la experiencia fundamental de la maternidad (“El parto y la maternidad son el yunque sobre el que se forjó la desigualdad sexual”), antes relegada a las alcobas cerradas del hogar.


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