El consenso científico durante mucho tiempo creyó que los cazadores recolectores vivían siempre al borde de la inanición, pero si atendemos a las comunidades de cazadores recolectores que han persistido hasta el siglo XX (como los ju/'hoansis del Kalahari, que Richard Lee estudió, los hadzaves del lago Eyasi, en la llanura del Serengueti, estudiados por James Woodburn, o los bambutis de la selva de Ituri, en el Congo, estudiados por Colin Turnbull), hemos de aceptar lo que Lee, Woodburn, Turnbull y otros antropólogos vieron sobre el terreno que "la vida en un estado de naturaleza no es necesariamente desagradable, brutal y corta", quizá la frase más famosa de la historia de la antropología, como señala James Suzman en Trabajo. Lee describió una vida nómada en comunidades igualitarias, no jerárquicas, con pocas horas de trabajo en ‘una economía de beneficio inmediato’ (que Woodburn distinguía de ‘las sociedades de beneficio diferido’: las que plantan, recogen y almacenan, es decir, las que han de trabajar mucho más), con las necesidades básicas cubiertas, sin noción de dinero ni uso del trueque, y que ha sido lo común durante la mayor parte de nuestra historia. La economía de los cazadores recolectores estaba respaldada por la confianza que tenían en la providencia de su entorno, aseguraba Turnbull. Un revolcón a la visión tradicional de los antropólogos hasta hace no mucho. Entonces la pregunta es, ¿cuándo se jodió todo? ¿Podríamos haber vivido de otro modo?
En el camino hacia la agricultura y el urbanismo tuvo que ver la presión climática que tras la última glaciación alternó periodos de calor y de frío, entre hace 18.000 y 8.000 años, cuando se inició el periodo interglacial que estamos viviendo; al adoptar, por necesidad, cultivos de plantas salvajes que se fueron seleccionando para producir alimentos, los pueblos nómadas se convirtieron en sedentarios. Rehenes del calendario, al tener que cultivar plantas y domesticar animales sometidos a ciclos estacionales, el homo sapiens tuvo que dedicar más horas al trabajo. Un proceso que transformó la forma en que la gente experimentaba y entendía el tiempo. En las ‘sociedades de beneficio diferido’ se almacenan cereales para las estaciones frías y los periodos malos, lo que requiere especializar los trabajos. Los excedentes almacenados permitieron diferenciar profesiones y jerarquías sociales, días de trabajo intenso y festividades. El trabajo y el ocio se separaron de forma clara. Pero la prosperidad era fugaz y la escasez pasó a ser un problema casi permanente hasta la revolución de los combustibles fósiles, soportando vidas más cortas, deprimentes y duras que la de los cazadores recolectores.
Todas las transiciones, de las sociedades cazadoras recolectoras a la agrícolas y de estas a las industriales (y, como estamos viendo, de estas a la era posindustrial), son duras y, vistas en perspectiva, parece que el hombre tenga que dar un gran paso atrás para coger impulso. En las primeras, si hemos de creer a los antropólogos, el hombre tenía la satisfacción de las necesidades básicas garantizada, incluso vivía más años: los ju/’hoansis y los hadzaves tenían una esperanza de vida de 36 y 34 respectivamente al nacer, pero si pasaban la pubertad llegaban a los 60, cuando en el Imperio Romano, la sociedad agrícola por excelencia, 30 era el promedio; una esperanza de vida parecida a la de un sueco de finales del XVIII, antes de la revolución industrial.
¿Disminuyó el trabajo cuando las sociedades agrícolas produjeron alimentos suficientes para cubrir las necesidades básicas? Sucedió que con los excedentes la población se expandió hasta producir una revolución demográfica. La población sobrante en las zonas rurales tuvo que acudir a las ciudades fabriles. Se repitió la historia de los primeros agricultores, las condiciones de vida de los obreros industriales del norte de Inglaterra eran peores que las de quienes se quedaban en casa. Si acudían a Mancherter o Liverpool en busca de trabajo no era porque quisiesen mejorar de vida sino porque la demografía les expulsaba. Los agricultores vivían mejor que la gente de ciudad: estos trabajaban más horas, comían peor, estaban envueltos en humos tóxicos, bebían agua insalubre y enfermaban con más facilidad (la tuberculosis causó un tercio de las muertes en GB entre 1800 y 1850).
La productividad agrícola e industrial se hizo evidente: mejoraron las condiciones de vida en todos los aspectos. ¿En todos? La mano de obra barata y la mecanización (las máquinas de vapor) tuvieron un efecto perverso: la revolución agrícola trajo desigualdad, los excedentes de la revolución industrial crearon necesidades artificiales, la mejora económica se empezó a ver como un medio para adquirir más cosas, cerrando así el círculo de producción y consumo que ahora sostiene en buena medida la economía contemporánea, en vez de intentar que los trabajos fuesen más interesantes y satisfactorios. (Información extraída de Trabajo. Una historia de cómo empleamos el tiempo de James Suzman)
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