No la diferencia el mar, a orillas del Adriático y del Jónico, ni las plantas o animales (pinos y robles, hayas y brezos, jabalíes, zorros y lobos, ovejas y cabras, hasta algún ejemplar de oso pardo hay en las montañas); es parecido el paisaje a cualquier lugar de la costa italiana, española o griega, son las mismas gentes mediterráneas quienes la habitan, ceñudas o dicharacheras, de tez pálida o tostada, con pequeñas diferencias en el culto religioso, quizá con algo más de carga musulmana, aunque salvo algunos minaretes no hay saturación en el paisaje de emblemas religiosos. Albania es una porción de Europa, de la porción mediterránea que hunde sus raíces en la tradición grecorromana con toques otomanos, no muy diferente de los otros pueblos que fueron sometidos por los turcos. Albania está en la OTAN desde 2010 y no tardando mucho estará dentro de la Unión Europea, así que geográfica e institucionalmente es Europa, una de nuestras regiones y sus habitantes nuestros conciudadanos.
Tras casi cincuenta años de brutal dictadura, con menos de tres millones de habitantes, un tercio de los cuales habitan la capital, Tirana, y una superficie parecida a la de Galicia, el relato moderno de Albania está por construir, entre las brumas del pasado, glorioso y sometido a un tiempo en su mitología, y el sueño de Europa, el mito moderno al que nos debemos. Alberto, nuestro guía, balbucea cuando habla de su historia. En su español deficiente, a pesar de dominar cinco lenguas, se mezcla el comprensible odio irracional al dictador con un orgullo igualmente irracional hacia las gestas del héroe Skandenbeg, que habría salvado a Europa del Islam otomano. Por doquier, la bandera roja albanesa, mellada por el escudo del águila bicéfala, ondea junto a la azul estrellada de la Unión Europea.
La gran e inacabada plaza de Skanderbeg, en el centro de Tirana, en muchos aspectos semejante a la plaza de Cataluña en Barcelona, con su casi invisible mezquita, el Palacio de la Ópera, la Casa de la Cultura soviética en obras, la imponente escultura ecuestre de Skandeg, rodeada de altos y feos edificios modernos y jóvenes pegados a las pequeñas pantallas en cafeterías a rebosar, es el símbolo de esa confluencia de mitos mal avenidos sin un relato que los pueda unificar.
Sí, Albania estará a salvo cuando las brumas nacionalistas se disuelvan en la Unión Europea. Ese es el mito en el que ellos y nosotros creemos.
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