El desaforado optimista Max Tegmark especuló sobre la IAG -incluso sobre una IAS- en los laboratorios mentales del MIT (Life 3.0: El ser humano en la era de la inteligencia artificial. 2017); como contrapunto el pesimista conservador Ross Douthat tabula los datos de la decadencia en la redacción del Times de Nueva York (La sociedad decadente: cómo nos convertimos en víctimas de nuestro propio éxito. 2020). Si uno pasea a media mañana por las cajas del Mercadona o del Lidl, por las cafeterías de media tarde o por las taquillas sin cola de los cines, podría estar tentado de darle la razón a Ross Douthat, pero no si uno acaba de ver la resiliencia pandémica en los mercadillos de Senegal, Irán o la India, entonces, podría admitir que el mundo que dibuja Tegmark parece verosímil, una intersección de voluntad y teléfonos móviles. El espectro de expectativas de un senegalés, un iraní o un indio no tiene por qué coincidir con el nuestro. Hay un mundo de distancia entre Boston y M’Bour, entre Baltimore y Tabriz, entre Nueva York y Bangalore. Para empezar esta pujante metrópoli tecnológica ya no se llama Bangalore. Qué ha cambiado del 2017 de Tegmark al 2020 de Douthat; los dos escribieron antes de la resistencia ucrania y del temblequeo chino.
Sin otra expectativa que la nueva versión anual del iPhone con un poco más de batería y un poco más de memoria, un cuartillo arriba o un cuartillo abajo del euríbor, una hazaña más de un recóndito héroe de la factoría Marvel o una nueva saga de tronos, el indistinguible sucederse de los años parecen darle la razón a Douthat. Estamos en un largo decadente e irreversible final de la historia tal como aseveró Fukuyama, afirma, sin alternativas viables al liberalismo. Sin una fuerza que se le contraponga y de la que saque energía para renovarse, nuestra sociedad rica pero estancada está condenada a una prolongada decadencia. Las averías en los sistemas ruso y chino parecen confirmarlo. ¿Inundaciones incendios terremotos? Ni siquiera una décima o dos en la próxima ola de calor avivarán nuestro estático estupor.
Y sin embargo, ahí están los anuncios de una próxima fusión nuclear que abaratará la energía, el robot Da Vinci, mejor operador que los cirujanos humanos, los interrumpidos pasos hacia el ordenador cuántico.
Ross Douthat ofrece un diagnóstico completo sobre nuestra época. Es posible que esté equivocado en lo esencial, pero está lleno de interrogantes que hay que hacerse obligatoriamente. ¿Por qué las economías occidentales no crecen como en los años 70 y 80? ¿Tienen remedio la caída generalizada de la tasa de fecundidad, el envejecimiento y el estancamiento tecnológico? ¿Hay algo comparable en los últimos tiempos a la llegada del hombre a la Luna? ¿La inmigración masiva que le espera a Europa es una amenaza o una oportunidad? ¿Llegan los bárbaros a las puertas de Europa o la población temerosa se someterá a un sistema de crédito social, como el chino, para ser buenos ciudadanos y aplaudir desde los balcones los dictados ‘para nuestro bien’ de un ‘Estado policial rosa’, en feliz expresión de Douthat? Decadencia, pero sostenible:
“El estancamiento tecnológico significa que los robots no nos matarán a todos y que ni siquiera nos quitaran el trabajo; el estancamiento intelectual y religioso e ideológico significa menos fanatismo y menos disparates utópicos; el descenso demográfico está desactivando la bomba poblacional, y el estancamiento económico podría ser la única fuerza capaz de limitar las emisiones de carbono y mantener el cambio climático bajo control”.
En poco tiempo hemos pasado de ideales utópicos (un tecnoutopismo imbuido de religión secularizada: podemos ser dioses valiéndonos únicamente del poder de la tecnología digital donde la IA, incluyendo revoluciones energéticas y biotecnológicas y automatización robótica, solucionaría todos los problemas) a una suerte de distopías en las que todo se ve negativo, un futuro catastrófico inminente o de lenta decadencia.
Los primeros ven incontestables cambios en las últimas décadas confrontando el mundo de nuestros abuelos con el nuestro, hasta hacerlos tan diferentes como países que vivieran en siglos diferentes. El actual estancamiento sería el preludio de logros científicos que aún no han despegado: coches autónomos y voladores, una colonia en Marte, longevidad a la carta y una conciencia personal preservada en algún tipo de nicho permanente en la nube. Los segundos piensan, comparando los usos y costumbres de la vida actual con la de los años 70, que las diferencias son mínimas. Nos alertan de que un proceso de automatización que hiciera superflua la mano de obra humana nos condenaría al populismo, o de que las innovaciones eugenésicas que emanarán de China creando superhombres nos conducen a una sociedad vigilada sin escape, una avalancha tecnológica a costa de consideraciones morales.
Hay problemas de finales del XX que siguen aquí, en el XXI, sin solución: “la orfandad de las clases bajas, el desarraigo de la clase obrera, el abuso de las drogas, los embarazos extramatrimoniales, la soledad, la inseguridad, el suicidio, la anomia religiosa generalizada, el terrorismo y toda clase de radicalización”. ¿Quién hallará la solución? ¿Que podría poner fin a la decadencia? Un Douthat voluntarista matiza su pesimismo y ofrece una esperanza en la que es difícil depositar la fe: la reserva demográfica de África, justo allí donde amaneció el Homo Sapiens, que volverá a vivificar Europa, y una inquietud religiosa que, a través del islam, menos, o de un cristianismo renacido, más, devolverá el sentido a una humanidad desamparada.
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